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LA QUIMERA DE LA ENVIDIA

Bien se puede decir que la envidia tiene la misión de obnubilar lo que somos como persona, al compararnos con los que otros son o los que otros tienen.
Ella es una quimera que se apodera del corazón convirtiéndolo en “propietario” de aquello que no sembró ni tampoco cosechó. Hay envidias que van desde las más inocentes hasta las más perniciosas, capaces de engendrar odios y tragedias al consumarse. Sabido es que muchos crímenes han sido el resultado de una envidia irresistible que no escuchó a la razón, sino que dejó que sus sentimientos actuaran de una manera libre. El muy celebérrimo Cervantes, en su reconocida obra mundial, puso en los labios de Don Quijote palabras que le dan un feo calificativo a la envidia, cuando acotó: “¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleites consigo: pero es que la envidia, no trae sino disgustos, rencores y rabia”. Y en los proverbios que nos han sido dados para vivir en armonía con nuestro prójimo, se destaca a la envidia como algo impredecible al momento de practicarse: “Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Proverbios 27:4) La persona envidiosa deja que su mente sea invadida de una frustrante impresión donde cree que la vida pasa sin vivirla. Una persona presa de este mal se sumerge en la monotonía, y ve al futuro carente de retos atractivos; ve a los demás felices y eso acentúa una percepción negativa de sí mismo. Tal tendencia trae como resultado una anticipación de fracasos e inseguridades que no permiten que su propia personalidad brille por sí misma.



La envidia puede manifestarse desde los asuntos más baladíes hasta los más absurdos. Desde un insignificante celo hasta una notoria rivalidad. Así tenemos que, si estamos enfermos envidiamos a los que rebosan de buena salud. Cuando hay conflictos en nuestra familia envidiamos a las que son felices, no «viendo» en ellos problemas. Cuando estamos atravesando una situación económica, de la que no avizoran salidas, envidiamos los que rebosan en la abundancia. Cuando estamos tristes o amargados envidiamos a los que están sonrientes. Se envidia al que es más listo o inteligente que yo; al que posee un físico más atractivo que el mío; al que posee una casa o un carro mejor que el nuestro. Y, ¿qué decir cuando los años no se detienen y nos vamos poniendo viejos?, envidiamos aquella fortaleza y el vigor juvenil de la que ahora carecemos. Todo esto revela que el que tiene este mal del espíritu, su vida no gira en torno a su propia realidad, sino por aquello que desea conseguir. No es de extrañarse que para tales personas la desdicha, el desengaño y la rabia, le dominan y hacen que su vida le resulte poco placentera. Debe decirse, en conformidad con esto, que la envidia si no se confronta con firmeza se convierte en una de esas enfermedades llamadas sicosomáticas, tan de modas en este tiempo.



Pero, ¿cómo hacerle frente a esto que afea la personalidad? ¿Cómo evitar que la envidia siga siendo una quimera prohibida? Una manera de hacerle frente es no vivir tan preocupados por lo que no tenemos. Cuando nos deleitamos por las buenas cosas que poseemos; hablamos de aquello que nos rodea, tales como: las personas que queremos, el trabajo, los amigos que nos aman, la salud que disfrutamos… podemos encontrarle sentido a la vida. Hemos de sacar de nosotros aquel asunto de vivir comparándonos con los demás, porque esto es estéril. Pero, eso sí, necesitamos aprender a «gozarnos con el que se goza», así como «llorar con el que llora». El sabio Séneca nos da esta recomendación: «A quien mira lo ajeno, lo suyo propio no le contenta». Y el apóstol Pablo, el hombre que descubrió el arte de vivir en cualquier circunstancia, nos emplaza a vivir de esta manera: «Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto» (1 Timoteo 6:6-9)