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¿Yo culpable? No, fue aquél…

De pronto, tan intempestivamente como un aguacero que se desprende sobre la ciudad después de una mañana soleada, el balón cruzó la estancia, chocó en una de las paredes y terminó golpeando un costado del jarrón que, finalmente, rodó por el suelo convertido en una decena de partículas sin forma.

 

¿Quién lo hizo?—gritó la madre, visiblemente contrariada–.¿Quién rompió lo rompió?–.

 

Uno de sus hijos, sin levantar la mirada, señaló a su hermano. Éste a su vez se defendió:–Mientes, fuiste tú…—

 

En otro lugar la reunión de médicos avanzaba a puerta cerrada. Llevaban dos horas analizando la situación y en todos prevalecían gestos de disgusto.

 

El director insiste en la gravedad de la demanda que cursa en un juzgado de la ciudad por negligencia en la atención de un paciente. Los familiares contrataron un abogado que reclama una millonaria indemnización.

 

El silencio reina en el salón impecablemente limpio, y con una claridad especial que producen sus paredes pintadas con un azul tenue.

 

¿A quién debemos el “honor” que nos tiene inmersos en esta querella judicial?—pregunta sin ocultar su disgusto. Sus ojos recorren inquisitivos a todos los facultativos. Por fin alguien rompe el silencio:

 

El doctor Albaniz no hizo bien el diagnóstico inicial. Debió prever que se trataba de un caso muy grave…–se defiende uno de los especialistas.

 

Pero usted estaba en la obligación de realizar una nueva valoración médica; sin embargo, no lo hizo…—replica airado el acusado.

 

La discusión prosigue por unos momentos. Ninguno de los dos reconoce la falla.

 

Una actitud común

 

¿Quién reconoce sus errores? Sin duda muy pocas personas. Aún cuando son conscientes de sus fallas, les cuesta admitirlas. Es una de las actitudes generalizadas en la sociedad. Lo más fácil es culpar al prójimo.

 

Está inclinación no es nueva. Ha existido desde siempre, estrechamente ligada a la naturaleza pecadora del hombre.

 

Cuando Adán y Eva transgredieron las instrucciones de Dios respecto de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal que se levantaba majestuosa en mitad del jardín de Edén, buscaron a quién culpar al ser interrogados por el Creador.

 

“Cuando el día comenzó a refrescar, oyeron el hombre y la mujer que Dios andaba recorriendo el jardín; entonces corrieron a esconderse entre los árboles para que Dios no los viera. Pero Dios el Señor llamó al hombre y le dijo:”–¿Dónde estás? El hombre contestó:–Escuché que andabas por el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí. –¿Y quién te dijo que estabas desnudo?—le preguntó Dios. –¡Acaso has comido del fruto del árbol que yo te prohibí comer? El respondió:–La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto y yo lo comí”. Entonces Dios el Señor le preguntó a la mujer:–¿Qué es lo que has hecho?.—La serpiente me engañó, y comí—contestó ella”(Génesis 3:8-13. Nueva Versión Internacional).

 

Observe que Adán ni Eva quisieron  reconocer su responsabilidad en el error. Buscaron a alguien más en quién depositar esa enorme carga.

 

Eludir responsabilidades

 

Echar la culpa a los demás es lo más cómodo y fácil que podemos hacer. Sin embargo no es lo correcto. El Señor Jesús advirtió a sus discípulos. “Así que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes…”(Mateo 7:12. Nueva Versión Internacional). Este principio es esencial para una vida cristiana práctica y cobra particular vigencia cuando se trata de admitir los errores cometidos.

 

¿Nos gusta que nos culpen de algo que no hicimos? Por supuesto que no. De igual manera no debemos proceder arbitrariamente con el prójimo para amparar nuestra irresponsabilidad.

 

Reconozca sus errores

 

Un proverbista de la antigüedad escribió:”Quien encubre su pecado jamás prosperará; quien lo confiesa y lo deja, halla perdón”(Proverbios 28:13. Nueva Versión Internacional).

 

Es evidente que admitir las fallas es un paso hacia el cambio y el mejoramiento de nuestro testimonio cristiano, pero a la vez nos permite alcanzar la paz de conciencia que tanto anhelamos,  tal como lo describe la Biblia: “Dichoso aquél a quien el Señor no toma en cuenta su maldad y en cuyo espíritu no hay engaño. Mientras guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir todo el día”(Salmo 32:2, 3. Nueva Versión Internacional). Ocultar lo que hicimos y de lo cual culpamos a terceros, no nos permite vivir en paz.

 

¿Qué hacer?

 

En primera instancia tener en cuenta que no somos perfectos. Fallamos. Segundo, ser justos y, en adelante, asumir con honestidad la responsabilidad que nos cabe cuando incurrimos en fallas que nos afectan y a la vez afectan a terceros. Y tercero, pedir a Dios que nos ayude a ser conscientes de los yerros como lo escribe el salmista: ”¿Quién está consciente de sus propios errores?¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente! Libra, además, a tu siervo de pecar a sabiendas; no permitas que tales pecados me dominen”(Salmo 19:12, 13. Nueva Versión Internacional).

 

Una decisión ineludible

 

Hay algo que tal vez falta en su vida y es que el Señor Jesús gobierne su corazón. Es un proceso fácil. Todos lo hemos transitado y la vida fue diferente. ¿Cómo hacerlo? Con una sencilla oración allí frente a su computador. Dígale: “Señor Jesús, reconozco mis pecados y que, en la cruz, pagaste por todas mis culpas y con tu sacrificio redentor me libraste del abismo que me separaba del Padre. Te recibo en mi corazón. Haz de mi una nueva persona. Amén”.

 

Puedo asegurarle que es la mejor decisión que haya podido tomar. Ahora resta que asuma tres principios claves en su vida. El primero, la oración. Cada día hable con Dios a solas; el segundo, lea Su santa Palabra y aprenda cada día más acerca del poder transformador del evangelio, y tercero, comience a congregarse en una iglesia cristiana.

 

© Fernando Alexis Jiménez. Pastor del Ministerio de Evangelismo y Misiones “Heraldos de la Palabra”. Email:   [email protected]