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Sobre la Elección de un Texto

.» ¿Es verdad,» dijo él, «que Jesús me ama a mí? entonces, ¿por qué vivo yo en enemistad con El?» Cuando reflexionemos también en que Dios puede bendecir especialmente alguna expresión en nuestras oraciones para la conversión de un hijo pródigo, y que la oración acompañada de la unción del Espíritu Santo, puede contribuir mucho para edificar al pueblo de Dios, y para conseguirle bendiciones innumerables, nos esforzaremos en hacer oración con las mejores dotes y la más abundante gracia que se halle a nuestro alcance. Puesto que el consuelo y la Instrucción, se pueden distribuir abundantemente también en la lectura de la Biblia, nos detendremos sobre nuestras Biblias abiertas, e imploraremos el ser dirigidos a la elección de la parte de la palabra inspirada que pueda serle más útil a la congregación. En cuanto al sermón, tendremos empeño, antes de todo, en la elección del texto. Ninguno de entre nosotros, desprecia el sermón de tal modo que considere cualquier texto escogido al acaso, a propósito para un culto donde quiera que se celebre, o con cualquier motivo. No estamos todos conformes con la opinión de Sydney Smith, cuando él recomendó a un hermano que buscaba un texto, que escogiera «Partos, y Medos y Elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia,» como sí cualquiera cosa pudiera servir de base para un sermón. Debemos considerar de buena fe y seriamente cada semana, sobre qué asuntos predicaremos a nuestra congregación el domingo próximo, tanto en la mañana como en la tarde; porque aunque toda Escritura es buena y útil, sin embargo, no todo es igualmente a propósito para cada ocasión. Reflexionar por un momento sobre las consecuencias eternas que pueden seguir a la predicación de un solo sermón en el nombre del Gran Autor y Consumador de la le, debe bastar para condenar eficazmente el descuido y el amor propio con que se escogen y se tratan muchas veces los textos, y para impresionar a todo ministro verdadero del Evangelio, con el deber de escoger sus textos, estando él en un estado de espíritu que armonice con la dirección divina siempre que pueda desempeñar obra tan interesante. A cada cosa corresponde su tiempo oportuno, y lo mejor siempre es lo oportuno.

Un ecónomo entendido, se afana por dar a cada miembro de la familia su alimento correspondiente en el debido tiempo; no lo distribuye a su antojo, sino que acomoda los manjares a la necesidad de los comensales.

Sólo un mero empleado esclavo de la rutina, o autómata inanimado del formalismo, puede estar contento apoderándose del primer asunto que se ofrezca. El hombre que recoge tópicos del mismo modo que los niños en el prado reúnen botones de oro y margaritas, es decir, como se le ofrecen por casualidad, obra quizá en conformidad con la parte que le in*****be en una iglesia en que un patrón lo ha puesto y de que el pueblo no puede quitarlo; pero los que creen que son llamados por Dios y que se han escogido para sus puestos respectivos por la elección libre de los creyentes, deben dar más satisfactoria evidencia de su llamamiento que la que se puede encontrar en este descuido. De entre muchas piedras preciosas, tenemos que escoger la joya más a propósito para la ocasión y las circunstancias bajo las cuales vamos a predicar. No nos atrevemos a meternos en el salón de banquete del Rey, con una confusión de provisiones, como si el festín fuera una rebatiña vulgar; sino que como servidores de buenas costumbres, nos detenemos y hacemos esta pregunta al Gran Maestro del convite: «Señor, ¿qué quieres tú que pongamos en tu mesa hoy?» Ciertos textos nos parecen poco convenientes. Nos admiramos de lo que hizo el ministro del Sr. Disraeli con las palabras: «En mi carne veré a Dios,» al predicar recientemente en la fiesta de los segadores al concluir la cosecha. Muy incongruo era el texto del discurso fúnebre cuando se enterró un ministro (el Sr. Plow), que se había matado: «Así da a sus amados sueño.» Era sin disputa un mentecato aquel que, al predicar un sermón a los jueces durante la sesión del tribunal pleno, escogió por texto las palabras: «No juzguéis para que no seáis juzgados.» No os engañéis por el sonido y la aparente conveniencia de las palabras bíblicas. El Sr. M. Athanase Coquerel, confiesa que predicó al visitar la ciudad de Amsterdam por tercera vez, sobre las palabras: «Esta tercera vez voy a vosotros,» 2 Cor. 13:1, y agrega con razón, que «encontró mucha dificultad en hacer mérito en el sermón de lo que era a propósito a la ocasión.» Un caso análogo se encuentra en uno de los sermones predicados sobre la muerte de la Princesa Carlota, siendo el texto: «Ella estaba enferma y murió.» Es peor aun escoger palabras de un chiste de poco gusto, como sucedió con motivo de un sermón reciente sobre la muerte de Abraham Lincoln, siendo el texto: «Abraham murió.» Se dice que un estudiante, que probablemente nunca llegó a ordenarse, predicó un sermón ante su preceptor, el Dr. Felipe Doddridge. Este estaba acostumbrado a ponerse directamente en frente del estudiante y a mirarlo cara a cara. Figuraos, pues, su sorpresa y tal vez indignación, al oír anunciado este texto: «¿Tanto tiempo he estado con vosotros, y no me has conocido, Felipe?» Señores, algunas veces los necios se hacen estudiantes: que ninguno de esta clase deshonre nuestra Alma Mater. Perdono al hombre que predicó ante aquel Salomón borracho, Jacobo Segundo de Inglaterra y Sexto de Escocia, sobre Jacobo 5:5: «Habéis vivido en deleites sobre la tierra y sido disolutos: habéis cebado vuestros corazones como en el día de sacrificios.» En este caso la tentación fue demasiado fuerte para ser resistida; pero si es que ha llegado a vivir un hombre, como se nos dice, que celebró la muerte de un diácono por medio de un discurso sobre el texto: «Y aconteció que murió el mendigo,» que sea execrado. Perdono al mentiroso que me atribuyó a mi tal afrenta; pero que no practique sus artes infames en otra persona.

Así como nos *****ple evitar una elección poco cuidadosa de asuntos, así debemos evitar también una regularidad monótona. He oído hablar de un ministro que tenía 52 sermones, y otros pocos para ocasiones especiales, y estaba acostumbrado a predicarlos en un orden fijo año tras año. En este caso habría sido por demás que la congregación le pidiera que «les predicara las mismas verdades en el domingo siguiente;» ni habría sido muy extraño que imitadores de Euticho, se hubieran encontrado en otros lugares del tercer piso. Hace poco un ministro dijo a un agricultor, amigo mío: «Sabe usted, señor D, que estaba hojeando yo mis sermones el otro día, y realmente el estudio es tan húmedo, especialmente mi escritorio, que mis sermones se han enmohecido?» Mi amigo que aunque era mayordomo de iglesia, asistía a los cultos de los Disidentes, no era tan rudo que dijera que «le parecía muy probable:» pero como los ancianos de la aldea habían oído con frecuencia los dichos discursos, es posible que para ellos hayan estado desmejorados en más de un sentido. Hay ministros que habiendo a*****ulado unos cuantos sermones, los repiten hasta que se fastidian sus oyentes. Los hermanos viandantes deben estar más expuestos a esta tentación, que los que continúan por muchos años en un lugar. Si se hacen víctimas de la costumbre referida, debe terminar su utilidad y enviar el frío insufrible de la muerte a sus corazones, cosa de que sus oyentes deben tener conciencia, mientras les escuchen repetir desanimadamente sus producciones raídas. El modo más eficaz de promover la indolencia espiritual, debe ser el plan de adquirir un surtido de sermones por dos o tres años, y entonces repetirlos en orden regular muchas veces. Hermanos míos, puesto que esperamos vivir por muchos años, si no por toda nuestra vida, en un lugar, radicados allí por los afectos mutuos que existían entre nosotros y nuestras congregaciones, necesitamos un método muy diferente al que pueda servir a un haragán o a un evangelista ambulante. Debe ser molesto para algunos, y para otros muy fácil, según me figuro, encontrar su asunto, como lo hacen los Episcopales, en el evangelio o en la epístola que se asigna en el devocionario para el día en que se ha de predicar el sermón. El se ve impelido, no por ninguna ley, sino una especie de precedente a predicar sobre un versículo de ésta o de aquél. Cuando las fiestas de Adviento y de la Epifanía, y de la Cuaresma, y del Pentecostés, traen sus observaciones estereotípicas, ninguno tiene necesidad de atormentar su corazón con la pregunta de «¿Qué diré a mi congregación?» La voz de la iglesia es muy clara y distinta. «Maestro, habla: allí se encuentra tu trabajo, entrégate enteramente a él.» Bien puede haber algunas ventajas en conexión con este arreglo, hecho con anticipación, pero no nos parece que el público Episcopal se ha hecho participante de ellas, puesto que sus escritores públicos siempre están lamentándose de la esterilidad de sus sermones, y deplorando el estado triste de los pacientes seglares que se encuentran compelidos a escucharlos. La costumbre servil de seguir al curso del sol y a la rotación de los meses, en vez de esperar al Espíritu Santo basta, a mi parecer, para explicar el hecho de que en muchas iglesias, siendo jueces sus propios escritores, los sermones no son más que muestra de «aquella debilidad decente que tanto precave a sus autores de los errores cómicos como les preserva de las hermosuras más notables.» Téngase pues por sentado que todos nosotros estamos persuadidos de la importancia de predicar no sólo la verdad, sino la verdad que sea más a propósito para cada ocasión particular. Debemos esforzarnos en presentar siempre los asuntos que mejor cuadren con las necesidades de nuestro pueblo, y se adapten más perfectamente como medios para llevar la gracia a sus corazones.

¿Hay acaso dificultad en encontrar textos? Recuerdo haber leído hace muchos años en un tomo de lecturas sobre la Homilética, una declaración que me causó bastante inquietud por algún tiempo; trataba de algo relativo a este efecto: «Si alguno encuentra dificultad en escoger un texto, es mejor que desde luego se vaya a una tienda de abarrotes, o a empuñar la mancera de un arado, porque evidentemente eso seria la señal de que no tiene la aptitud necesaria para el ministerio.» Ahora bien, puesto que yo había sufrido muchas veces por esta causa, comencé a examinarme a mí mismo, para informarme si no era mi deber buscar cualquiera clase de trabajo secular, y abandonar el ministerio; pero no lo he hecho, porque tengo aún la convicción de que, aunque condenado por el juicio de dicho autor que, me comprende a mi por su generalidad, obedezco a un llamamiento que Dios ha confirmado por el sello de su aprobación. Me sentí tan desazonado en mi conciencia, a causa de la severidad de dicha observación, que hice a mi abuelo que había sido ministro por 50 años, la pregunta de si él alguna vez se encontraba indeciso en la elección de su tema. Me contestó con toda franqueza que siempre le había causado mucho trabajo, y que comparada con esto, la predicación le había sido muy fácil. Recuerdo bien la observación del anciano venerable. «La dificultad no se origina de que no hay textos suficientes, sino de que hay tantos que me siento comprimido entre ellos.» Hermanos, nos parecemos, a veces, al que siendo afecto a las flores exquisitas, se encuentra rodeado de todas las hermosuras del jardín, con licencia de escoger sólo una de ellas. ¡Cuánto tiempo fluctúa irresoluto entre la rosa y el lirio, y cuán grande es la dificultad que tiene para elegir como la más preferible, a una que pueda descollar entre tantos millares de flores seductoras! Debo confesar que para mí todavía hasta hoy, la elección de mi texto me pone en gran embarazo, pero en embarazo de riquezas,» como dicen los franceses, muy diferente por cierto de la esterilidad de pobreza. Nos lo causa la indecisión sobre qué es lo más atendible entre tantas verdades, siendo así que todas exigen darse a conocer; entre tantos deberes que requieren ser encarecidos, y entre tantas necesidades espirituales de la congregación que reclaman ser satisfechas. No es pues de extrañar que sea muy difícil decidir a nuestra entera satisfacción con qué deber nos conviene que *****plamos primero. Confieso que me siento muchas veces hora tras hora, pidiendo a Dios un asunto, y esperándolo, y que esto es la parte principal de mí estudio. He empleado mucho tiempo y trabajo pensando sobre tópicos, rumiando puntos doctrinales, haciendo esqueletos de sermones, y después sepultando todos sus huesos en las cata*****bas del olvido, continuando mi navegación a grandes distancias sobre aguas tempestuosas hasta ver las luces de un faro para poder dirigirme al puerto suspirado. Yo creo que casi todos los sábados formo suficientes bosquejos de sermones para abastecerme por un mes, si pudiera hacer uso de ellos; pero no me atrevo a predicarlos, pues el hacerlo me asemejaría a un marinero honrado que llevara un cargamento de mercancías de contrabando. Los temas vuelan en la imaginación uno tras otro, así como las imágenes que pasan a través del lente de un fotógrafo; pero en tanto que la mente no sea como la lámina sensible que retiene la impresión de alguna de ellas, todos estos asuntos son enteramente inútiles para nosotros.

¿Cuál es el propio texto? ¿Cómo se conoce?

Lo conocemos por demostraciones amistosas. Cuando un versículo se apodera vigorosamente de vuestro entendimiento, de tal manera que no podáis desasiros, no necesitaréis de otra indicación respecto de vuestro propio tema. Como un pez, podéis picar muchos cebos; pero una vez tragado el anzuelo, no vagaréis ya más. Así cuando un texto nos cautiva, podemos estar ciertos de que a nuestra vez lo hemos conquistado, y ya entonces podemos hacernos el ánimo con toda confianza de predicar sobre él. O, haciendo uso de otro símil, tomáis muchos textos en la mano, y os esforzáis en romperlos: los amartilláis con toda vuestra fuerza, pero os afanáis inútilmente; al fin encontráis uno que se desmorona al primer golpe, y los diferentes pedazos lanzan chispas al caer, y veis las joyas más radiantes brillando en su interior. Crece a vuestra vista, a semejanza de la semilla de la fábula que se desarrolló en un árbol, mientras que el observador lo miraba. Os encanta y fascina, u os hace caer de rodillas abrumándoos con la carga del Señor. Sabed entonces, que este es el mensaje que el Señor quiere que promulguéis, y estando ciertos de esto, os posesionaréis tanto de tal pasaje, que no podréis descansar hasta que hallándoos completamente sometidos a su Influencia, prediquéis sobre él como el Señor os inspire que habléis. Esperad aquella palabra escogida aun cuando tengáis que esperar hasta una hora antes del culto. Quizá esto no será entendido por hombres de un frío cálculo a quienes por lo general no mueve el mismo impulso que a nosotros, para quienes esto es una ley del corazón que no nos atrevemos a violar.

Nos detenemos en Jerusalén este es hasta recibir la virtud celestial. «Creo en el Espíritu Santo.» Este es uno de los artículos del Credo, pero apenas se cree por los cristianos de un modo práctico. Muchos ministros parece que piensan que ellos tienen que escoger el texto, que descubrir sus enseñanzas, y encontrar un discurso en él. No lo creemos así. Debemos hacer uso tanto de nuestra voluntad, por supuesto, como de nuestra inteligencia y de nuestros afectos, porque no es de presumirse que el Espíritu Santo nos compela a que prediquemos sobre un texto en contra de nuestra voluntad. No nos trata como si fuéramos órganos cilíndricos, a que fuera posible dar cuerda y ajustarlos a alguna determinada música, sino que aquel glorioso inspirador de toda verdad, nos trata como seres racionales, dominados por fuerzas espirituales, adecuadas a nuestra naturaleza; sin embargo, los espíritus devotos siempre desean que sea escogido el texto por el Espíritu Santo infinitamente sabio, y no por sus entendimientos falibles; y por tanto, se entregan a si mismos en las manos de Aquél, pidiéndole que condescienda en dirigirlos respecto de la provisión conveniente que haya ordenado ministrar a su grey. A este propósito dice Gurnal: «Los ministros no tienen aptitud propia para su trabajo. ¡Ah! Cuánto tiempo pueden sentarse, hojeando sus libros y devanándose los sesos, hasta que Dios venga a darles auxilio, y entonces se pone el sermón a su alcance, como se puso la carne de venado al de Jacob. Sí Dios no nos presta su ayuda, escribiremos con una pluma sin tinta; si alguno tiene necesidad especial de apoyarse en Dios, es el ministro del evangelio.» Sí alguno me preguntara ¿cómo puedo hacerme del texto más oportuno? le contestaría: «pedidlo a Dios.» Harríngton Evans en sus «Reglas para hacer sermones,» nos da como la primera, «pedid a Dios la elección de un pasaje. Preguntad por qué se escoge, y que sea contestada satisfactoriamente la pregunta. Algunas veces la contestación será tal que se deba rechazar el pasaje.» Sí la oración sola os dirige al tesoro apetecido, será en cualquier caso, un ejercicio provechoso para vuestras almas. Si la dificultad de escoger un texto os hace multiplicar vuestras oraciones, será esto una gran bendición. El mejor estudio es la oración. Así dijo Lutero: «Haber orado bien, es haber estudiado bien;» y este proverbio merece repetirse con frecuencia. Mezclad la oración con vuestros estudios de la Biblia. Esto será como la trilla de las uvas en el lagar, o la del trigo en la era; o la separación del oro del residuo. La oración es doblemente bendita: bendice al predicador que ruega, y al pueblo a que predica. Cuando vuestro texto viene como señal de que Dios ha aceptado vuestra oración, será más preciosa para vosotros, y tendrá un sabor y una unción enteramente desconocidos al orador formal para quien -un tema es igual a otro.

La palabra de Dios es más penetrante que una espada de dos filos, y por tanto, podéis dejarla que hiera y mate, y no tenéis necesidad de hacer uso de frases duras y gestos severos. La palabra de Dios es penetrante: dejadla que examine los corazones de los hombres sin el aumento de palabras ofensivas por parte de vosotros.



Habiendo ya ofrecido nuestras oraciones, debemos hacer uso con todo empeño, de los medios más a propósito para concentrar nuestros pensamientos y ocuparlos de los asuntos más provechosos. Considerad el estado espiritual de vuestros oyentes. Meditad sobre su condición espiritual como un todo, y como individuos, y prescribid la medicina conveniente para curar la enfermedad que prevalezca entre ellos, o la comida que esté más en consonancia con sus necesidades. Dejadme que os advierta sin embargo, que es menester no hacer mérito de los caprichos de vuestros oyentes, ni de las excentricidades de los que gozan de riquezas e influencia.

No penséis demasiado en la influencia del caballero y de su señora que se sientan en el lugar privilegiado, si es que por desgracia tenéis uno de esta clase para establecer cierta distinción entre los oyentes, allí donde todos deben hallarse en el mismo nivel. Que al que más contribuye, se le guarden tantas consideraciones como a cualquiera otro, y que no se menosprecie a nadie. El rico, no por serlo, es de mayor importancia que los otros miembros de la congregación, y entristeceríais al Espíritu Santo, si así pensarais. Mirad a los pobres en el templo con igual interés, y escoged asuntos que ellos puedan entender y puedan consolarlos en sus muchas tristezas. No permitáis que vuestro juicio se trastorne manifestando un miramiento excesivo a los que son miembros a medías de la congregación, y que a la vez que se halagan mucho con ciertas verdades evangélicas, se hacen sordos al tratarse de otras; no tengáis mucho empeño ni en servirles un festín, ni en reprenderles. Seria una satisfacción saber que habían andado complacidos, si fueran cristianos o sí uno pudiera acomodarse a sus preferencias; pero la fidelidad nos exige que no nos hagamos meros tañedores para nuestros oyentes, tocando sólo la música que nos pidan, sino que seamos siempre consecuentes con la palabra del Señor, declarando todos sus consejos. Repito la observación de que debéis pensar en lo que vuestros oyentes realmente necesitan para su edificación espiritual, y que esto debe ser vuestro tema. Aquel apóstol famoso del Norte de Escocía, el doctor MaeDonald, nos da una relación a propósito de esto. en su diario de trabajos emprendidos en ese lugar. Viernes 27 de mayo. En nuestros ejercicios de esta mañana, leí el capítulo duodécimo de la epístola a los Romanos, el cual me ofreció una buena oportunidad de poner de manifiesto la conexión que existe entre la fe y la práctica, y de decir que las doctrinas de la gracia están conformes con la santidad, y tienden a la misma tanto en el corazón como en la vida. Esto me pareció necesario, puesto que por la elevación de los asuntos de que me había yo ocupado por algunos días, temí que la congregación se dirigiese hacía el Antinomianismo, extremo por lo menos tan peligroso como el Arminianismo.»

Considerad bien qué pecados se encuentran en mayor número en la iglesia y la congregación. Ved sí son la vanidad humana, la codicia, la falta de oración, la ira, el orgullo, la falta de amor fraternal, la calumnia u otros defectos semejantes. Tomad en cuenta cariñosamente las pruebas a que la Providencia plazca sujetar a vuestros oyentes, y buscad un bálsamo que pueda cicatrizar sus heridas. No es necesario hacer mención pormenorizadamente, ni en la oración ni en el sermón, de todas estas dificultades con que luchen los miembros de vuestra congregación, por más que eso haya sido la costumbre de un ministro venerable que antes era un gran obispo por acá, y que ahora se halla en el cielo. Solía en su grande cariño hacía su congregación, hacer tantas alusiones respecto de los nacimientos, las muertes y los casamientos habidos entre su grey, que una de las diversiones de sus oyentes en la tarde del domingo debe haber consistido en determinar a quienes se había referido el ministro en las diferentes partes de su oración y de su sermón. Esto fue tolerado y aun considerado admirable en él; pero en nosotros seria ridículo: un patriarca puede hacer con propiedad, lo que un joven debe evitar escrupulosamente. El ministro venerable de quien acabo de hacer mención, aprendió esta costumbre de particularizar, del ejemplo de su padre, porque en su familia, los niños tenían la costumbre de hablar entre si respecto de alguna cosa especial que hubiera acontecido en el día: ‘Debemos esperar hasta que se celebre el culto familiar, entonces oiremos todo.»

Pero estoy desviándome del asunto. Este ejemplo nos enseña cómo una costumbre excelente puede degenerar en una falta; pero la regla que he indicado no se afecta por ello. Pueden presentarse a veces ciertas pruebas, a muchos de la congregación, y como estas aflicciones dirigirán vuestros pensamientos a asuntos nuevos, no podréis menos de respetar sus sugestiones. Además, debemos notar el estado espiritual de nuestra congregación, y si podemos ver que ella está recayendo en faltas; sí tememos que estén sus miembros en peligro de ser inoculados de alguna herejía dañosa, u ofuscados por una perversa imaginación; si algo, en efecto, en todo el carácter fisiológico de la iglesia, nos impresiona como una falta, debemos preparar cuanto antes un sermón que pueda, por la gracia divina, impedir que cunda esa plaga. Indicios como estos son los que el Espíritu de Dios presenta al pastor cuidadoso, que con todo esmero quiere *****plir con su deber hacía su grey. El pastor fiel examina con frecuencia sus ovejas y se determina su modo de tratarlas por el estado en que se encuentran. Proveerá» una clase de comida frugal y otra más abundante, y la medicina oportuna, en su proporción debida, según lo que su juicio práctico encuentre necesario.» Seremos guiados bien en esto, si nos asociamos con «Aquel Gran Pastor de las Ovejas.»

Sin embargo, no permitamos que nuestra predicación directa y fiel degenere en regaños a la congregación. Algunos llaman al púlpito «Castillo de los cobardes, y tal nombre es muy propio en algunos casos, especialmente cuando los necios suben a él e insultan impúdicamente a sus oyentes, exponiendo al escarnio público sus faltas o flaquezas de carácter. Hay una personalidad ofensiva, licenciosa e injustificable que se debe evitar escrupulosamente, es de la tierra, terrena, y debe ser condenada explícitamente; pero hay otra que es prudente, espiritual y celestial, que se debe buscar siempre que prediquemos.

No es sino un chapucero el que al pintar un retrato, tiene necesidad de escribir el nombre del original al pie del cuadro, aunque se cuelgue éste en la pared del salón donde se sienta la persona misma. Haced que vuestros oyentes se perciban de que habláis de ellos, aunque no los mencionéis ni los indiquéis en lo más mínimo.

Puede suceder a veces que os veáis obligados a imitar a Hugh Latimer cuando hablando del cohecho, dijo: «El que tomó el tazón y el jarro de plata por cohecho, pensando que su pecado nunca se descubriría, sepa que yo lo conozco, y no sólo yo, sino muchos. ¡Ay del cohechador y del cohecho! El que recibe cohechos nunca fue hombre piadoso; ni puedo yo creer que el cohechador llegará a ser un buen juez.» Encontramos aquí tanta reticencia prudente como descubrimiento franco, y sí no excedéis esto, ninguno se atreverá, a causa de su vergüenza, a acusaros de demasiada personalidad. Además, el ministro al buscar su texto, debe tener presentes sus asuntos anteriores. No seria provechoso insistir siempre en una sola doctrina, descuidando las demás. Quizá algunos de nuestros hermanos más profundos, pueden ocuparse del mismo asunto en una serie de discursos, y puedan, volteando el kaleídoscopio, presentar nuevas formas de hermosura sin cambiar de asuntos; pero la mayoría de nosotros, siendo menos fecundos intelectualmente, tendremos mejor éxito si estudiamos el modo de conseguir la variedad y de tratar de muchas clases de verdades. Me parece bien y necesario revisar con frecuencia la lista de mis sermones, para ver si en mi ministerio he dejado de presentar alguna doctrina importante, o de insistir en el cultivo de alguna gracia cristiana. Es provechoso preguntarnos a nosotros mismos si hemos tratado recientemente demasiado de la mera doctrina, o de la mera práctica, o si nos hemos ocupado excesivamente de lo experimental. No queremos degenerar en Antinomianos, ni tampoco, por otra parte, hacernos meros preceptores de una moralidad fría, sino que es nuestra mayor ambición *****plir nuestro ministerio. Queremos dar a cada parte de la Biblia su propio lugar en nuestro corazón y en nuestra inteligencia. Debemos incluir toda la verdad inspirada, en el círculo de nuestras enseñanzas, es decir, las doctrinas, los preceptos, la historia, los tipos, los salmos, los proverbios, la experiencia las amonestaciones, las promesas, las invitaciones, las amenazas y las reprensiones. Evitemos la consideración de la verdad a medías, es decir, la exageración de una verdad y el desprecio de otra, y esforcémonos en pintar el retrato de la verdad, dándole facciones proporcionadas y colores a propósito, para que no la deshonremos, presentando un desfiguramiento en vez de la simetría, y una caricatura en vez de una copia fiel. Empero, suponiendo que hubieseis rogado a Dios en vuestro oratorio; que hubieseis luchado fielmente y empleado mucho tiempo en la oración y pensado sobre vuestra congregación y sus necesidades, y sin embargo, no pudieseis encontrar un texto satisfactorio, ¿qué debéis hacer? No os incomodéis por esto, ni os desesperéis. Si estuviereis para pelear a vuestras propias expensas, seria una cosa muy grave estar desprovisto de pólvora estando tan cerca la batalla; pero puesto que es la prerrogativa de vuestro Capitán proveer todo lo necesario, no hay duda de que El en tiempo oportuno, os abastecerá de municiones. Si confiáis en Dios no os desamparará: no puede hacerlo. Seguid suplicándole y vigilando, porque el amparo celestial es seguro para el estudiante industrioso de la palabra divina. Sí hubierais descuidado vuestra preparación toda la semana, no podríais esperar el auxilio divino; pero sí habéis hecho todo lo posible y ahora estáis esperando del Señor su mensaje, nunca os avergonzaréis. Dos o tres incidentes me han ocurrido, que bien pueden pareceros extraños, pero yo soy hombre singular. Cuando vivía yo en Cambridge, tuve que predicar, como de costumbre, en la noche, en una aldea cercana, adonde tuve que ir a pie. Después de leer y meditar todo el día, no pude encontrar mi texto. Por mucho que hice, ninguna respuesta me llegó del oráculo sagrado, ninguna luz brilló del Urim y Thummim: pedía, meditaba, hojeaba mi Biblia, pero mí mente no se apoderó de ningún pasaje. Estuve, como dice Bunyan, «muy confuso en mis pensamientos.» Salí a asomarme a la ventana.

Al otro lado de la estrecha calle en que vivía, vi un pobrecito canario solo, parado en el techo y rodeado por una parvada de gorriones que estaban picoteándolo como si quisiesen hacerlo pedazos. En aquel momento me acordé de este versículo: «¿Esme mí heredad, ave de muchos colores? ¿No están contra ellos aves en derredor?» Salí de mi casa con la mayor calma; rumiaba el pasaje mientras iba andando, y prediqué sobre el pueblo propio y las persecuciones de sus enemigos, con libertad y facilidad por mi parte, y creo que con provecho de mi sencilla congregación. Se me mandó el texto, y si no me lo trajeron los cuervos, ciertamente lo hicieron los gorriones.

Otra vez mientras estaba misionando en Waterbeach, había predicado en la mañana del domingo, e ido a comer a la casa de uno de los miembros de la congregación según lo tenía de costumbre. Había desgraciadamente tres cultos en el mismo día, y el sermón de la tarde siguió tan cerca al de la mañana, que fue difícil preparar el alma, especialmente teniendo en consideración que la comida era un obstáculo necesario pero grande, a la claridad y al vigor de mí cabeza. ¡Ay de estos cultos de la tarde en nuestras aldeas inglesas! Por regla general no son sino un desperdicio doloroso de esfuerzos intelectuales. El asado y el pudín oprimen las almas de los oyentes, y el predicador mismo es lento en su modo de pensar en tanto que la digestión le domina. Limitando con mucho cuidado mi comida, quedé aquella vez en un estado muy vivo y activo; pero ¡cuál fue mi desaliento al encontrar que mis pensamientos ordenados con anticipación se me habían escapado! No pude recordar el plan de mi sermón preparado, y por más esfuerzos que hice para traerlo a mi memoria, me fue enteramente imposible conseguirlo. El tiempo era limitado, en el reloj estaba sonando la hora, y con mucha inquietud, dije al agricultor que era un buen cristiano, que no podía de ningún modo recordar el asunto sobre el cual me había propuesto predicar. «Oh,» respondió él, «no tenga usted cuidado; ya encontrará usted algún buen mensaje para nosotros.» En aquel momento, un leño ardiendo cayó del fuego del hogar a mis pies, llenándome de humo los ojos y las narices. «Allí,» dijo mi hombre, «hay un texto para usted. ¿No es este tizón arrebatado del incendio?» No, pensaba yo, no fue arrebatado porque se cayó por si mismo. Aquí estaba un texto, una comprobación, y un pensamiento capital que pudo servirme como de semilla para producirme muchos otros. Recibí más luz, y el sermón, a no dudarlo, fue por lo menos, igual a otros mucho más preparados; puedo decir que fue mejor, porque dos personas se me acercaron después del culto diciendo que habían salido de su letargo y convertídose por lo que habían escuchado. He pensado muchas veces sobre este acontecimiento, y me parece siempre que el olvido del texto sobre el cual me había propuesto predicar, fue una dicha.

En la calle de Nuevo Parque, me sucedió una vez una cosa muy singular de que algunos de los aquí presentes, pueden servir de testigos. Había celebrado felizmente todas las primeras partes del culto, en la tarde del domingo, y estaba anunciando el himno que debía cantarse antes del sermón. Abrí la Biblia para buscar el texto que había estudiado con mucho cuidado como asunto de mi discurso, cuando otro pasaje de la página opuesta se me abalanzó por decirlo así, como un león que sale de un bosque, y me impresionó mucho más que el que yo había escogido. La congregación estaba cantando y yo suspirando: me sentí comprimido entre dos cosas, y mi mente estaba en equilibrio. Quería naturalmente seguir por el camino que me había preparado con tanto empeño, pero el otro texto rehusó terminantemente soltarme. Me pareció que estaba tirándome de los faldones y diciendo: «No, no; debes predicar sobre mí. Dios quiere que a mí me sigas.» Deliberé dentro de mi respecto de mi deber, porque no quería ser fanático ni incrédulo, y al fin me dije a mi mismo: «Bien, me gustaría mucho predicar el sermón que he preparado y hay mucho riesgo en cambiarlo por otro cuyos pensamientos no he ordenado; sin embargo, puesto que este texto influye tanto en mi, puede habérseme sugerido por Dios, y por tanto, me atreveré a tratarlo sean cuales fueren las consecuencias.»

Casi siempre anuncio mis divisiones al acabar el exordio, pero aquella vez no lo hice así por razones que bien podéis conjeturar. Concluí la primera división con bastante facilidad, por ser tanto los pensamientos como las palabras enteramente espontáneas. El segundo punto fue desarrollado con una conciencia de poder extraordinario y eficaz, aunque tranquilo, pero no tenía yo ninguna idea de lo que había de ser la tercera división, porque el texto me pareció enteramente agotado, y no puedo decir aun ahora, qué podría yo haber hecho si no hubiera acontecido un incidente enteramente inesperado. Me encontré en la mayor dificultad obedeciendo a lo que me parecía un impulso divino, pero sentime comparativamente con calma, creyendo que Dios me ayudaría, y sabiendo que podría yo por lo menos, concluir el culto, aunque ya nada más se me ocurriese que decir. Pero no tuve necesidad de deliberar más tiempo, porque repentinamente nos invadió la oscuridad más completa: se apagó el gas, y como el templo estaba lleno de gente, fue esto un gran peligro, a la vez que una gran bendición. ¿Qué podía yo hacer entonces? Los concurrentes a la congregación se asustaron algo, pero los tranquilicé desde luego diciéndoles que no se asustaran de ninguna manera aunque se hubiera apagado el gas puesto que seria encendido de nuevo muy pronto; y por mi parte, corno no hacía yo uso de manuscrito, bien podía predicar del mismo modo ya fuese en la oscuridad o en la luz, ellos me hacían el favor de permanecer sentados y de escucharme. Por elaborado que hubiera estado mi discurso, habría sido absurdo continuar predicándolo bajo estas circunstancias. Considerando mi posición me vi libre de toda perplejidad. Me referí luego mentalmente al texto familiar que habla del hijo de la luz que anda en las tinieblas, y del hijo de las tinieblas que anda en la luz. Observaciones y comprobaciones me ocurrieron en gran número, y cuando las lámparas se encendieron de nuevo, vi enfrente una congregación tan interesada y atenta, como la hubiera podido ver cualquier ministro bajo las más propicias circunstancias. Y la cosa más interesante fue que poco tiempo después, dos personas se presentaron para hacer su profesión de fe públicamente, diciendo que se habían convertido aquella noche, debiendo la primera su conversión a la parte anterior del discurso, en que trató del nuevo texto que me ocurrió, y la segunda atribuyendo la suya a la última parte que me fue sugerida por la oscuridad. Así es que como fácilmente podéis ver, la Providencia me dirigió y apoyó.

Me entregué en las manos de Dios, y su arreglo providencial apagó la luz en tiempo oportuno para mi. Algunos pueden ridiculizar todo esto, pero yo veo aquí la mano de Dios; otros pueden censurarme, pero yo me regocijo. Cualquiera cosa es mejor que el modo mecánico de hacer sermones, en que no se conoce prácticamente la dirección del Espíritu Santo. Todos los predicadores que confían en la tercera persona de la Trinidad, podrán sin duda, recordar muchos acontecimientos tales como el que acabo de referir. Os digo, por tanto, que notéis la dirección de la Providencia, y os entreguéis en los brazos de Dios pidiéndole su dirección y ayuda. Si habéis hecho solemnemente todo lo posible para conseguir un texto y el asunto no se os presenta previamente, subid al púlpito seguros de que recibiréis un mensaje en tiempo oportuno, aunque hasta aquel momento no tengáis ni una palabra.

En la biografía de Samuel Drew, predicador metodista famoso, leemos esto: «Deteniéndose en la casa de un amigo suyo en Cornwall, después de haber predicado, una persona que había asistido al culto le dijo que había manifestado en su sermón un talento extraordinario, y siendo confirmada esta opinión por otras personas, el señor Drew les dijo: Si es verdad esto, es muy singular y, puesto que mí sermón fue enteramente impremeditado. Subí al púlpito con el objeto de predicaros sobre otro texto, pero viendo la Biblia que tenía abierta, me llamó la atención el pasaje sobre el que acabo de predicaros: «Aparéjate para venir al encuentro a tu Dios, oh Israel.» Al ver estas palabras, no pude recordar mis pensamientos anteriores y aunque nunca hasta entonces había pensado en ese pasaje, me resolví al instante a ocuparme de él.'» El Sr. Drew hizo bien obedeciendo así a la dirección celestial. Bajo ciertas circunstancias, os veréis absolutamente compelidos a abandonar un discurso bien preparado, y a fiar en el oportuno auxilio del Espíritu Santo, haciendo uso de palabras que por el momento se os ocurran. Bien podéis encontraros en la situación en que se vio el difunto Kingman Nott al predicar en el Teatro Nacional de Nueva York. En una de sus cartas dice: «Se llenó completamente el edificio, y principalmente de jóvenes y niños de la clase más ruda. Entré después de haber preparado un sermón; pero luego que me presenté en la tribuna, me saludó ml auditorio con las exclamaciones que le son peculiares.

Cuando vi aquella masa confusa e inquieta de seres humanos a quienes tenía que predicar, abandoné luego todos los pensamientos que había preparado, y valiéndome de la parábola del hijo pródigo, me esforcé en interesarles en ella, y tuve tanto éxito, que muy pocos dejaron el edificio durante el sermón, y casi todos estuvieron medianamente atentos:» ¡Qué simplón habría sido este Señor si hubiera persistido en predicar su sermón, poco conveniente en esas circunstancias, sólo porque ya lo había preparado! Hermanos, creed, os suplico, en el Espíritu Santo, y puesta en El vuestra fe, esforzaos en practicarla diariamente.

Para ayudar un poco más a algún pobre predicador que no pueda predicar por falta de pensamientos, le recomiendo que en ese caso vuelva a estudiar repetidas veces la Biblia misma; que lea un capitulo y piense en sus versículos uno por uno, o que escoja un solo versículo y se posesione completamente de su contenido. Bien puede suceder que no encuentre su texto ni en el versículo ni en el capitulo que lea, pero después le será fácil encontrarlo por haber interesado a su entendimiento activamente en los asuntos sagrados. Según la relación de los pensamientos entre si, y así sucesivamente, hasta que llegue a pasar delante de la mente una procesión larga, digámoslo así, de pensamientos, de entre los cuales uno será el tema predestinado.

Leed también buenos libros que sugieran pensamientos provechosos. Excitad vuestra, mente por medio de ellos. Sí los hombres quieren sacar agua de una bomba que no se haya usado por mucho tiempo, es necesario primero echar agua en ella, y entonces se podrá bombear con buen éxito. Profundizad los escritos de alguno de los Puritanos: sondead a fondo la obra, y pronto os encontraréis volando como una ave, y mentalmente activos y fecundos. Empero, como precaución, permitidme que haga la observación de que debemos estar siempre preparándonos para encontrar textos y para hacer sermones. Debemos conservar siempre la actividad santa de nuestro entendimiento. ¡Ay del ministro que se atreva a malgastar una hora! Leed el ensayo de Juan Foster sobre el deber de aprovechar el tiempo, y resolveos a no perder nunca ni un segundo. Cualquiera que vaga desde la mañana del lunes hasta la noche del sábado esperando indolentemente que su texto le sea mandado por medio de un mensajero Angélico en las últimas horas de la semana, tentará a Dios y merecerá encontrarse mudo en el domingo. Como ministros nunca tenemos tiempo: nunca estamos fuera de servicio, sino ocupando nuestras atalayas de día y de noche. Estudiantes, os digo solemnemente que nada puede dispensaros de la economía más rígida del tiempo: si dejáis de emplearlo fielmente, lo haréis a vuestro propio riesgo. La hoja de vuestro ministerio pronto caerá, a no ser que, como el nombre bendito de que se habla en el primer salmo, meditéis en la ley de Dios de día y de noche. Es mí deseo más ferviente que no malgastéis el tiempo en disipación religiosa, ni en charlas, ni en pláticas triviales. Guardaos de la costumbre de correr de una reunión a otra, escuchando meras bomballas y contribuyendo por vuestra parte a llenar sacos de viento. Un hombre que es afecto a frecuentar las reuniones sociales para tomar té y charlar, por regla general es bueno para muy poco en cualquiera otra parte. Vuestras preparaciones para el pulpito son de la mayor importancia, y si las descuidáis no honraréis ni a vosotros mismos ni a vuestra vocación. Las abejas están haciendo miel desde la mañana hasta la noche, y a semejanza de ellas, nosotros debemos ocuparnos siempre en juntar víveres espirituales para nuestra congregación. No tengo confianza alguna en un ministerio que menosprecia una preparación laboriosa. Cuando viajaba yo por el norte de Italia, nuestro cochero se durmió en la noche en el carruaje, y cuando le llamé por la mañana, salió de un salto, tronó su látigo tres veces, y dijo que estaba listo. Apenas podía yo apreciar el poco tiempo que empleaba en asearse o hacer otra cosa cualquiera pues constantemente le veía en su puesto. Vosotros, los que os alistáis para predicar, debéis encontraros siempre ocupados en la preparación de los mensajes.

Nos conviene que tengamos la costumbre, día tras día, de cultivar la mente en la dirección de nuestro trabajo. Los ministros deben estar siempre apilando su heno, pero especialmente cuando brille el sol. ¿No es verdad que a veces os sorprendéis de la facilidad con que podéis hacer sermones? Se nos dice que el Sr. Jay tenía la costumbre al encontrarse en esta condición, de tomar su papel y apuntar textos y divisiones de sermones, y de guardarlas para poder servirse de ellos en tiempos en que su mente no estuviese tan expedita. El lamentado Tomás Spencer escribió así: «Yo guardo un librito en que apunto cada texto de la Biblia que me ocurre como teniendo una fuerza y una hermosura especiales. Si soñara en un pasaje de la Biblia, lo apuntaría; y cuando tengo que hacer un sermón, reviso el librito, y nunca me he encontrado desprovisto de un asunto.» Estad alerta para encontrar asuntos de sermones cuando andéis por la ciudad o por el campo. Dice Andrés Fuller en su Diario: «Me encontré engolfado en algunas meditaciones muy provechosas sobre el cuidado del Gran Pastor por su grey, al ver algunos corderos expuestos al frío, y a una pobre oveja pereciendo por falta de cuidado.» Conservad abiertos los ojos y los oídos, y veréis y oiréis a ángeles. El mundo está lleno de sermones: atrapadlos al vuelo.

Un escultor, siempre que ve un trozo en bruto de mármol, cree que oculta una hermosa estatua, y que es necesario sólo quitar la superficie para descubrirla. Así creed también vosotros que hay dentro de la cáscara de todo, la pepita de un sermón para el hombre sabio. Sed sabios, y ved lo celestial en su tipo terrenal. Escuchad las voces del cielo y traducidlas en el lenguaje humano. Oh hombre de Dios! vive siempre buscando materia para el púlpito, forrajeándola, digámoslo así, en todos los departamentos de la naturaleza y del arte, y guardándola para las exigencias del futuro. Se me exige que responda a la pregunta de si es buen plan anunciar una serie de sermones propuestos, y publicar la lista de ellos. Contesto que cada uno debe hacer lo que mejor cuadre con su carácter. No me constituyo en juez de nadie, pero yo no me atrevo a intentar tal cosa; y sí la emprendiera, saldría muy mal en el negocio. Tengo entendido que algunos precedentes se oponen a mi opinión, y entre ellos se encuentran las series de discursos por Mateo Henry, Juan Newton y otros muchos; sin embargo, puedo expresar sólo mis opiniones personales y dejar a cada uno que haga lo que mejor le convenga. Muchos ministros eminentes han predicado series de discursos muy provechosos, sobre asuntos escogidos y arreglados con anticipación; pero yo no soy eminente, y debo aconsejar a los que se me parecen, que se precavan de este modo de obrar. No me atrevo a anunciar el asunto sobre el cual predicaré mañana, y mucho menos podría yo decir sobre qué texto predicaré de aquí a seis semanas, o de aquí a seis meses, siendo la razón de esto, en parte, la de que tengo la conciencia de no poseer las dotes especiales que son necesarias para interesar a una congregación en un asunto, o en una serie de asuntos, por mucho tiempo. Los hermanos de perspicacia extraordinaria y de conocimientos profundos, pueden hacerlo; y los que carecen de esto y aun de sentido común, pueden también pretenderlo pero no lo conseguirán. Me veo obligado a confesar que debo la mayor parte de mi fuerza más bien a la variedad que a la profundidad. Es casi cierto que la gran mayoría de predicadores de la clase que acabamos de indicar, tendría mejor éxito si quemara sus programas. Tengo en la memoria un recuerdo muy vivo, o más bien, muerto, de cierta serie dc discursos sobre la Epístola a los Hebreos, que me impresionó de un modo muy desagradable. Hubiera querido muchas veces que los Hebreos se guardaran aquella epístola, puesto que molestaba mucho a un pobre joven gentil. Sólo los más piadosos y fieles miembros de la congregación, tenían la paciencia necesaria para escuchar todos los discursos hasta el séptimo y el octavo: ellos, por supuesto, declaraban que nunca habían escuchado explicaciones más provechosas; pero a aquellos cuyo juicio era más carnal, les pareció que cada sermón era más insulso que el que le había precedido. Pablo en esa epístola, nos exhorta a que suframos la palabra de exhortación, y así lo hicimos. ¿Son todas las series de sermones tales como aquella? Tal vez no; pero temo que las excepciones sean pocas, porque se dice respecto de aquel célebre comentador, José Caryl, que comenzó sus lecturas sobre el libro de Job con una asistencia de 800 personas, y que sólo ocho escucharon la última. Un predicador profético multiplicó sus sermones sobre «el cuerno pequeño» de Daniel, hasta tal grado, que en la mañana de un domingo sólo siete se reunieron para escucharle. Les pareció extraño, a no dudarlo, que una arpa de mil cuerdas produjese la misma música por tanto tiempo. Ordinariamente y para la gran mayoría de oyentes, me parece que las series de discursos anunciadas con anticipación, no les son provechosas. El provecho que resulta de ellas, es sólo aparente; por regla general, no hay provecho, sino por el contrario, daño. Sin duda que tratar de toda una epístola larga, debe exigir al predicador mucho ingenio, y mucha paciencia a los oyentes. Me siento movido por una consideración aun más profunda, en lo que acabo de decir, porque me parece que a muchos predicadores verdaderamente vivos y celosos, un programa les servirían de grillos. Si el predicador anunciara para el domingo siguiente un asunto lleno de gozo, que le exigiera viveza y exaltación de espíritu, seria muy posible que se encontrara por muchas causas, en un estado cargado y triste de espíritu, y sin embargo, tendría que poner el vino nuevo en su cuero viejo, a subir al banquete de boda vestido de saco y cenizas; y lo que es peor que todo, podría verse obligado a repetir esto por un mes entero. ¿Puede estar eso conforme con la voluntad divina? Es importante que el predicador esté en armonía con su tema; pero ¿cómo puede lograr tal cosa, si la elección del asunto no se determina por las influencias que existan en el tiempo de predicar? Un hombre no es máquina de vapor a la que se le imprime determinado movimiento, y no le convendría que se le fijase en una ranura. Mucho del poder del ministro consiste en la conformidad de su alma con el asunto de que se trata, y temería yo designar un asunto especial para una fecha fija, por miedo de que mi alma al llegar el tiempo, no estuviera en un estado a propósito para discutirlo. Además, no es fácil ver cómo un hombre puede manifestar que depende de la dirección del Espíritu de Dios, si ya ha decidido cuál debe ser su plan mucho tiempo antes. Tal vez me responderéis: «Esta objeción nos parece muy extraña, pues ¿por qué no podemos confiar en el Espíritu Santo tanto por veinte semanas como por una?» Respondo que nunca hemos recibido una promesa que garantice tal fe. Dios promete darnos la gracia según nuestras necesidades diarias, pero no dice nada respecto de dotarnos de fondos de reserva para lo sucesivo: «Cada día descendía el maná.» ¡Ojalá que pudiéramos aprender bien esta lección! Así nos llegarán nuestros sermones, nuevos del cielo, cuando se necesiten. Soy celoso de todo lo que puede impedirnos que nos apoyemos en el Espíritu Santo, y por tanto, expreso la opinión ya indicada. Estoy seguro, hermanos míos, que para vosotros es provechoso que os diga con autoridad, que dejéis a los hombres de mayor edad y talento, las tentativas ambiciosas de predicar series pulidas de sermones. Tenemos, por decirlo así, muy poca cantidad de oro y plata intelectuales, y debemos emplear nuestro pequeño capital en bienes útiles de que poder disponer fácilmente dejando, a los comerciantes más ricos que comercien en cosas más valiosas. No sabemos lo que sucederá mañana: esperemos enseñanzas diarias, y no hagamos nada que pueda impedirnos el que empleemos los materiales que la Providencia nos ofrezca hoy o mañana.

Tal vez me haréis la pregunta de si podéis predicar sobre los textos que otras personas os sugieran, pidiéndoos que prediquéis sobre ellos: mi respuesta es que por regla general, no debéis hacerlo, y si hay excepciones, deben ser muy pocas. Permitidme que os recuerde que no tenéis un taller a donde los marchantes puedan ir a dar sus órdenes. Cuando un amigo os sugiera un asunto, pensad en él, considerad si es a propósito y si podéis aceptarlo. Recibid la súplica cortésmente, como conviene a los caballeros y cristianos; pero, si el señor a quien servís, no arroja su luz sobre el texto, no prediquéis sobre él por mucho que alguno os persuada. Estoy enteramente cierto de que si esperamos en Dios por nuestros asuntos, y le pedimos ser guiados por la sabiduría divina, él nos guiará por el camino recto; pero si nos gloriamos de nuestra facultad para elegimos un texto, encontraremos que sin Cristo no podemos hacer nada, ni aun en la elección de un texto. Esperad en el Señor; escuchad lo que él quiera decir; recibid la palabra directamente de sus labios, y entonces salid como embajadores enviados del trono mismo de Dios. Repito:

«esperad en el Señor.»

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