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PARA LOS ATRIBULADOS

Aquellos que os sentís contentos y os regocijáis en el Señor, llenos de fe y certidumbre, bien podéis privaros de oír un discurso, en obsequio de vuestros hermanos más débiles; y hasta retiraros de aquí, contentos y agradecidos, sin vuestra ración espiritual, para que los que se sienten acongojados espiritualmente reciban doble ración del vino de las consolaciones. Por otra parte, yo no creo que el cristiano más dichoso pierda algo de su dicha porque «traiga a la memoria los días de las tinieblas, que serán muchos», los que, como a hurtadillas, se acercan aceleradamente. Pues así como el triste recuerdo de nuestros amigos moribundos, que se cierne sobre nosotros como oscura nube, amortigua nuestros insensatos ardores, así el recuerdo de que en el mundo abundan las tribulaciones y las aflicciones, moderará nuestro regocijo, impidiendo que éste degenere en adoración de las cosas temporales y sensuales.

Muchas son las razones que militan en favor de ir de preferencia a la casa de duelo que a la casa donde haya un festín; la copa de acíbar tiene virtudes que no tiene la de vino. Joven, muy bien harás en llevarla a los labios y tomar un pequeño sorbo; no temas hacerlo: no te hará daño alguno.

Quizás un pequeño acopio de sacras amonestaciones y consolaciones, lejos de causarte dolor, a ti que al presente estás rebosando de dicha, más bien te sea de provecho.

El mensaje de esta mañana sobre la tristeza acaso te sugiera algunos pensamientos que, de atesorarlos en tu corazón, producirán óptimos y sazonados frutos para cuando llegue la estación invernal.

Pero pasemos a nuestro asunto. Salta a la vista de todo lector de la Escritura o de todo aquel que se roza con hombres de bien, que los mejores siervos de Dios suelen sentirse muy abatidos. La verdad es que no hay ninguna promesa de prosperidad temporal por la que se les prometa a los creyentes de la verdadera religión eximirlos de las adversidades de la vida. Por el contrario, como hombres, los hijos de Dios comparten la suerte de los demás mortales. ¿Y qué suerte es ésa sino la de las tribulaciones? Sí; hay tristezas que son peculiares de los cristianos. Y hasta hay algunas aflicciones que les sobrevienen a ellos precisamente por ser creyentes. Si bien éstas suelen verse algo más que contrapesadas por las amargas y peculiares pruebas que pasan los que viven sin Dios, causadas por sus propias transgresiones: tribulaciones de que están libres los cristianos.

Por el pasaje que tenemos ante nosotros, podemos ver que los hijos de Dios pueden descender tan bajo, como para escribir y cantar salmos elegiacos que no admiten otro acompañamiento que el de los suspiros y gemidos. Pero por regla general, ellos no suelen hacer eso; sus cantos, por lo regular, se asemejan a los de David, que si comienzan muy bajo, pronto ascienden hasta los mismos cielos. Pero a veces, los creyentes, digo yo, se ven forzados a cantar tan dolorosas cantinelas, que del principio al fin, no se oye una sola nota de regocijo. Sin embargo, ellos, los creyentes, aun en su más tenebrosa noche invernal, tienen una luminosa aurora en el cielo de sus vidas. En este mismo salmo ochenta y ocho, el más melancólico de todos los salmos, hay un débil destello en el primer verso, semejante a un pálido rayo estelar que da sobre el umbral: «¡Oh Jehová, Dios de mi salvación!» Hemán mantuvo su confianza en Dios. No todo es tinieblas en el corazón del que puede exclamar, diciendo «¡oh mi Dios!» Y así, el hijo de Dios, por muy hundido que esté, todavía mantiene su confianza en su Dios, y por lo mismo exclama: «Aunque me mate, yo en él confiaré.» Tal es la firme resolución de su alma. Aunque Jehová me castigue, no obstante él es y será mi Dios. ¿Que me mira con ceño? Aun así él es mi Dios. ¿Que me oprime contra el suelo, y me deja en un hoyo profundo, como entre los muertos? Con todo ello, todavía es mi Dios, y por ser tal, a él clamaré hasta la muerte; y si llega a abandonarme, clamaré a él diciéndole: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?»

Además, el creyente, aun en sus momentos más angustiosos, prosigue orando, haciéndolo acaso con más intensidad, a causa de sus tristezas. Pues sabe que el fin que Dios persigue al disciplinar a sus hijos es no alejarlos, sino atraerlos más a sí. Nuestras tristezas son las olas espirituales que nos lavan exactamente como las olas del mar lavan a la roca contra la cual se estrellan.

Este salmo está saturado de oración: y tan endulzado está con la súplica como salado con la sal de la tristeza. Este inspirado salmo llora a la manera de Niobe, pero dobladas las rodillas y los ojos alzados al cielo.

Ahora bien, cuando un hombre ora es señal de que no está lejos de la luz. En ese caso, se halla en la ventana, aunque es probable que no haya descorrido aún las cortinas. Del hombre que ora, puede decirse que tiene en sus manos el ovillo que le permitirá salir del laberinto de la aflicción.

Cabe decir del hombre que ora lo que se dice de los árboles durante el invierno: que cuando su corazón se halla sobremanera angustiado «su sustancia permanece en él, como ocurre con aquellos, no obstante haber perdido las hojas». La oración es el aliento del alma; de manera que si ésta respira es porque vive; y si vive volverá a recuperar sus fuerzas. Si un hombre ora es porque tiene realmente vida eterna; de manera que si continúa orando, hay esperanza.

Cabe añadir que aun el mejor hijo de Dios puede ser el más azotado por las calamidades, y ser tales esas calamidades, que parezcan aplastadoras, fatigosas, abrumadoras. Pueden asimismo prolongarse tanto, que duren toda la vida, y que su acerbidad sea intensísima. Todo eso y mucho más nos lo enseñará este lúgubre salmo.

Prosiguiendo con nuestro asunto, haremos, antes que nada, una exposición del texto, y a continuación otra breve exposición de los beneficios de las tribulaciones.



I

Me esforzaré por exponer el texto mediante unas cuantas observaciones.

Su fuerte lenguaje nos sugiere, en primer lugar, que los creyentes que pasan por pruebas son muy propensos a exagerar sus aflicciones.

En mi concepto, todos erramos en ese particular, y nos sentimos demasiado inclinados a decir: «Yo soy el hombre que ha visto aflicción.» El inspirado autor de nuestro texto padecía esta común debilidad, por cuanto exagera su caso. Oigamos sus mismas palabras: «Tu ira reposa sobre mí.» Hemán, no cabe la menor duda, tomó la palabra «ira» en el peor sentido, indudablemente, por creer que Dios estaba realmente indignado y airado contra él, como lo está contra los impíos; pero eso no era cierto. Hay, como lo veremos luego, una gran diferencia entre la indignación de Dios para con sus hijos y la que tiene para con sus enemigos: diferencia que Hemán no discernió debidamente; y aun me temo que haya muchos hijos de Dios actualmente que incurran en el mismo error de creer que Dios los castiga de acuerdo a su estricta justicia, y que los maltrata cual si fuera su verdugo. Ah, si a los azorados creyentes les fuese dable verlo, pronto advertirían que lo que ellos llaman ira, no es sino amor, que de una manera sapientísima, está buscando su máximo bien y provecho. «Tu ira -sigue diciendo el salmista- reposa sobre mí.» Ah, si Hemán hubiese sabido lo que significa experimentar el rigor de la ira de Dios, habría eliminado esa palabra, porque toda la ira que un hombre pueda sentir en esta vida es como si el dedo meñique de Dios descansara sobre él. Es en el mundo venidero cuando la ira de Dios ha de pesar con toda su fuerza sobre los hombres. Cuando Dios extienda su mano y haga sentir el peso de su omnipotencia sobre los cuerpos y almas para hundirlos por siempre en el infierno, entonces la corrompida naturaleza experimentará, mediante su sempiterna destrucción, lo que en realidad es la indignación de Dios. Aquí no podemos conocer el peso realmente abrumador de la ira de Dios. Si tratáramos de describirlo, el lenguaje sería demasiado fuerte, aun cuando lo hiciéramos con la mayor sobriedad, por ser algo que sobrepasa a toda realidad, así se tratara del caso del más afligido de los seres vivientes.

Luego el salmista añade: «Me has afligido con todas tus ondas»; cual si se tratara de un náufrago azotado por el mar, contra el cual pareciera que se echasen furiosos todos los océanos, como si él fuese el único objeto de su furia. Arrojado hacia la orilla, cual náufraga barquilla, todas las olas se lanzan sobre él, embravecidas, cual bestias salvajes, cual lobos hambrientos, cual impetuosos leones, prestos a devorarlo. Le parecía como si cada ola se arrojase de preferencia contra él, rugiendo como si él fuera el único objeto de su ira. ¡Pero cuán equivocado estaba! Uno sólo hubo sobre el cual se lanzaron todas las ondas de Dios: ése fue el Hijo del hombre.

Hay todavía algunas aflicciones que nos han sido escatimadas, algunos infortunios que nos son desconocidos. ¿Hemos padecido nosotros, por ventura, todas las enfermedades heredadas por la carne? ¿No hay acaso diferentes grados de dolor que nuestros cuerpos no han experimentado? ¿No hay también algunos tormentos mentales que no han atormentado aún a nuestros espíritus? Y a mayor abunda-miento, ¿qué importa que parezca que hayamos atravesado todo el círculo de las miserias corporales y mentales si hemos reportado a nuestros familiares, a nuestros allegados y a nuestras amistades algún consuelo positivo, y hemos sido protegidos contra las arremetidas de alguna onda? No, Hemán, no todas las ondas de Dios han pasado sobre ti, ni has experimentado los infortunios de Job ni de Jeremías. La verdad es que no hay entre los seres vivientes uno siquiera que tenga clara noción de lo que sean todas las ondas de Dios. Todos saben que están condonados a sentir todas las ráfagas de Su indignación en la región de las tinieblas y de los eternos huracanes; sí, ellos saben muy bien lo que son las ondas y las olas de Dios, pero nosotros no.

La metáfora es admirable y bastante correcta desde el punto de vista poético, pero como expresión de un hecho, es forzada. Es que todos somos propensos a exagerar nuestra pena.

Yo digo esto aquí como un caso general, que vosotros los que os sentís felices podéis tolerar; con todo, yo no quisiera mortificar con ello a ningún hermano débil que se halle bajo el peso de alguna aflicción. Si el tal puede aceptar serenamente por su propia voluntad la sugestión, acaso le haga bien, pero sería cruel echárselo en cara. Tan así es, que yo no quisiera susurrárselo al oído a ningún paciente, porque eso no sería consolarlo, sino afligirlo.

Me he sorprendido muy a menudo al reparar en el extraño consuelo que algunas personas suelen proporcionar al exclamar: «¡Bah, hay otros que sufren mucho más que usted!» ¿Soy yo por ventura un demonio, para regocijarme con la noticia de las calamidades de mi prójimo? Muy al contrario: me apena el solo pensar que haya otras aflicciones más agudas que las mías, lo que hace que mi simpatía para con esos desdichados se acreciente. Puedo concebir muy bien el que un espíritu diabólico que se halla en tormentos, halle satisfacción en saber que otros son más atormentados que él en las llamas infernales. Huelga decir que tan diabólico consuelo ningún cristiano debiera darlo jamás. La verdad es que tenemos un corazón tan depravado que podamos preparar un brebaje con las miserias de otro para luego dárselo como consuelo a algún afligido. Creo que cuando, a título de consuelo, le ofrecemos a alguien un vaso de agua de ese pútrido pozo, no hacemos sino revelar el verdadero fondo de la naturaleza humana.

Hay, sin embargo, una forma de consuelo que es afín del precedente, aunque de origen más noble: un consuelo honroso y divino; y es que hubo Uno sobre quien cayó, con todo su doloroso peso, la ira de Dios; Uno que en verdad fue azotado por todas las ondas de Dios; ese tal es nuestro hermano, por ser hombre como nosotros; es asimismo el mejor y más entrañable amigo que nuestras almas tienen. Y por lo mismo, que ha experimentado tales padecimientos, puede compadecerse de todos nosotros, esta mañana, sea cual fuere la tribulación que nos aflija. Verdad es que su pasión ha llegado a su fin, pero no así su compasión. El ha cargado con la indignación de Dios, alejándola así de nosotros, con el resultado de que las ondas de la ira divina han perdido su violencia, descargando todo su ímpetu sobre él. Ahora Él señorea sobre todas las inundaciones cual rey absoluto y eterno.

Cuando recordamos que El fue crucificado por nosotros, nuestras almas no sólo derivan consuelo, al saberse compadecidas de él, sino abundante y eficaz socorro. Es más: podemos aprender de él a sobrellevar nuestras pruebas con más calma y serenidad, y juzgarlas con mejor criterio. Nuestras cruces, al lado de las suyas, nos parecen menos colosales; y nuestras «espinas en la carne» son como nada al lado de sus clavos y de la lanza que traspasó su costado.

Por el tenor del pasaje cabe decir, en segundo lugar, que los creyentes hacen bien en atribuir todas sus pruebas a Dios.

Hemán así lo hizo. «Tu ira dice el texto» reposa sobre mí, y me has afligido con todas tus olas.» Como puede verse, atribuye toda su adversidad a Jehová, su Dios. De Dios es la ira, de Dios son las ondas que lo afligen, y es Dios quien hace que lo aflijan. Oh, hijo de Dios, nunca olvides esto: que todo lo que estás padeciendo, sea cual fuere la naturaleza del padecimiento, proviene de Dios. Seguramente, tú dices: «Mi aflicción proviene de hombres malvados.» Recuerda, sin embargo, que hay una predestinación que, sin que se manchen los dedos del infinitamente Santo, gobierna a los hombres lo mismo que a los ángeles.

Sería una cosa bien triste para nosotros si no hubiera designios en la providencia de Dios tocante a los impíos: en ese caso, la gran masa de los seres humanos sería dejada enteramente a la ventura, y los piadosos podrían ser aplastados por ellos, sin posibilidad de escapar. Pero el Señor, sin impedirles el libre ejercicio de su voluntad, hace y deshace, de manera que los impíos vienen a ser como una vara en Sus manos, con la cual azota prudentemente a sus hijos.

Pero tal vez me digas que tus pruebas no se deben al pecado de otros, sino únicamente al tuyo. En ese caso, aun deberías atribuirlo, con espíritu penitente, a Dios. Y aun cuando la prueba proceda del pecado, con todo, es Dios quien ha decretado que la tristeza siga a la trasgresión, para que obre como eficaz medicina en tu espíritu. No mires a la causa segunda; y caso de hacerlo, sea con profundo dolor, pero vuelve tus ojos principalmente a tu Padre celestial, y «atiende a la vara de que se haya servido».

El Señor nos envía los bienes y los males de esta vida mortal; el sol que nos alegra y la helada que refriega; la calma profunda y el temible huracán.

Detenerse en las causas segundas es frívolo, es una solemne necedad. La gente suele decir cuando le sucede alguna desgracia: «De haberse tomado tales y cuales medidas, habrían sucedido las cosas de muy distinta manera.» Otro exclama: «Si se hubiera llamado a otro médico, quizás se habría salvado la vida de este niñito.» «Es probable», dice un tercero, «que si yo hubiese impreso otro rumbo a mis negocios, no me hubiera arruinado». Pero, ¿quién puede decir lo que hubiera sucedido? Nos engolfamos en un sinfín de conjeturas; y, mostrándonos severos con nosotros mismos, nos entregamos a innecesarias pesadumbres. Desde que las cosas no han sucedido como quisiéramos, ¿por qué devanarnos los sesos en averiguar lo que hubiera sucedido de haber mediado otras circunstancias?

Hacer eso es necio. Tú has hecho cuanto estaba de tu parte, aunque sin éxito, ¿para qué, pues, rebelarse? No nos fijemos en las causas segundas, porque, de hacerlo, terminaríamos irritándonos. De seguir indignados con el agente más inmediato de nuestra congoja, fracasaremos en someternos a la voluntad de Dios.

Si pegamos a un perro, le dará una dentellada al palo con que le pegamos, como si el palo fuese el culpable. ¡Cuán gruñones somos a veces! Pues cuando Dios nos castiga, nos irritamos con el palo con el que nos pega.

Hermano, perdona al que te injurie. Perdónale su pecado, si quieres ser tú también perdonado; pues, aunque él te ofendió, en realidad, es un castigo que proviene de Dios. Súfrelo, pues, y pide gracia para aprovecharte de él. Cuanto más apartamos los ojos de los agentes intermediarios de nuestros males, tanto mejor, porque cuando los atribuimos a Dios, la sumisión a su voluntad será mucho más fácil.

En efecto, cuando reconocemos que «eso nos viene del Señor», enseguida exclamamos: «Haga el Señor lo que mejor le pareciere.»

Mientras atribuya mi dolor a un accidente, la pérdida de mis hijos a un error, y mi malestar a algún enemigo, etc., etc., «seré de la tierra, y por lo mismo terreno», y «me quebrantará los dientes con cascajo». Pero cuando me elevo hasta mi Dios, y veo la acción de su mano sobre mí, me calmo, y no profiero ni una palabra de queja, sino que digo: «No abriré la boca (para quejarme) porque tú lo hiciste.»

David prefirió caer en las manos de Dios; y cada creyente sabe que está más seguro y es más feliz cuando reconoce que todavía está en las manos de Dios. Con cavilar, el hombre muy poco ganará; pero si dama a Dios, obtendrá ayuda y consuelo. «Echa sobre Jehová tu carga», es el precepto divino, que puede practicarse fácilmente, si reconocemos que esa misma carga provino de Dios.

Nos enseña el pasaje, en tercer lugar, que los hijos de Dios que se hallen afligidos harán bien en tener los ojos fijos en la ira que se halla entremezclada en sus tribulaciones. «Tu ira reposa sobre mí»; es la primera exclamación de Hemán. No se le ocurre a éste mencionar las ondas de su aflicción sin hablar antes de la ira.

Cuando nos sobreviene algún infortunio, deberíamos esforzarnos por averiguar qué propósito persigue el Señor al castigarnos, y hasta qué punto podemos nosotros responder a ése su propósito. Para eso se requiere tener vista muy perspicaz, pues ya se sabe que hay diferencia entre enojo y enojo, y entre ira e ira. Dios no se aira con sus hijos sino en ciertos casos. Por ejemplo, como hombres, que hemos delinquido contra las leyes divinas, su relación para con nosotros, es la de juez. Como tal, debe aplicarnos las penas señaladas por su ley, y mostrarse, por su misma naturaleza, airado para con nosotros, por haber violado esa divina ley. Tal es la relación de Dios para con toda la raza humana.

Pero cuando un pecador cree en el Señor Jesucristo, sus ofensas ya no se las mira como suyas, por cuanto ya le fueron imputadas a Cristo, cual sustituto de los hombres. De esa manera, la ira de Dios se desvanece como por encanto, del mismo modo que se desvanece el pecado, al serle otorgado el perdón, y todo por haber sido Cristo castigado en lugar del pecador. De esa manera, el castigo que habría de recibir el pecador, a causa de sus pecados, lo sufrió el propio Cristo.

Nunca permita Dios que el Juez de toda la tierra sea alguna vez injusto; sin embargo, lo sería si castigara a un creyente por un pecado por el cual ya Cristo fue castigado de antemano. Por eso mismo, el creyente está completamente desligado de toda obligación de sufrir la ira judicial de Dios y de todo riesgo de recibir un castigo punitivo del Altísimo.

Un hombre que ha sido absuelto, ¿deberá ser de nuevo juzgado? A ese mismo hombre, que ha pagado su deuda, ¿ha de conducírsele de nuevo ante el juez, como si todavía fuera deudor? No, por cierto; porque desde que Cristo lo sustituyó, muriendo en su lugar, él puede osadamente preguntar: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió (por ellos); más aún, el que también ha resucitado, el que además está a la diestra de Dios, al que también intercede por ellos.» Y así, el cristiano asume otra posición: la de hijo de Dios, por haber sido adoptado en ese carácter, y recibido en la familia de Dios. Y así ahora está sometido a la ley de la casa de Dios.

En toda casa impera la ley de la economía, una ley por la cual se gobierna a los hijos y a los sirvientes. Si el hijo de Dios quebranta la ley de la casa, el Padre castigará la falta con un castigo muy diferente del que impone un juez. Hay actualmente en la cárcel individuos que dentro de poco sentirán el látigo sobre sus espaldas desnudas. Más allá, hay un hijo desobediente que recibe una zurra de su padre. Cuánta diferencia hay entre uno y otro caso. Hay tanta distancia entre esos casos como la que hay entre los dos polos. El padre, aunque enojado, ama al hijo, y hasta está enojado con él, precisamente por ser su padre. Si no fuera su hijo, ni se hubiera fijado en su falta: pero porque es su niño, y por haber faltado a la verdad o haber cometido un acto de desobediencia, siente que debe castigarlo, precisamente porque lo ama. Esto no necesita mayor explicación.

Hay en el corazón de Dios un justo enojo para con el culpable impenitente, enojo que está lejos de sentir para con su pueblo. La razón es porque El es su Padre. Si cometen alguna trasgresión, El los castigará con azotes, no como castigo punitivo, desde que tal castigo ya lo sufrió Cristo por ellos, sino por un suave castigo paternal, a fin de que puedan ver su locura y se arrepientan de ella, y para que, despertados por su tierna mano, se vuelvan a su Padre y reformen su vida.

Pues bien, si tú, oh hijo de Dios, te hallas al presente padeciendo de alguna manera, ya sea el mal de la pobreza, ya alguna dolencia corporal, o bien alguna congoja del espíritu, recuerda que en tales padecimientos no hay ni una partícula de ira judicial. Pues no eres castigado por tus pecados a la manera que un juez castiga a un delincuente. Jamás se te ocurra creer a tan falsa doctrina, por ser abiertamente contraria a la verdad que es en Jesús.

La verdad evangélica nos enseña que nuestros pecados fueron colocados sobre la cabeza del antitipo del macho cabrío emisario, Jesucristo, quien los llevó de este mundo de una vez para siempre, de manera que ya nunca más nos serán imputados.

Pero debemos ejercitar nuestro criterio en nuestra presente aflicción y reconocer y confesar que, como hijos de Dios, merecemos ser castigados.

Remóntate, querido hermano, al tiempo cuando te convertiste, y considera… ¿Y aún te sorprendes de que Dios te haya castigado?… De mí sé decir que me sorprende que haya escapado alguna vez del castigo paternal. Si me hubiese visto obligado a decir: «He sido azotado todo el día, y empezaba mi castigo por las mañanas», no me habría sorprendido, porque mis faltas son muchas. ¡Cuán ingratos hemos sido! ¡Cuán desamorados y cuán poco amigables! ¡Cuán falsos en lo que atañe a nuestros votos, y cuán infieles a nuestros más sagrados actos de consagración! ¿Hay acaso algún mandamiento del Señor contra el cual no hayamos pecado? ¿Nos hemos levantado alguna vez de estar de rodillas sin haber ofendido a Dios mientras estuvimos en oración? ¿Hemos cantado algún himno sin que nuestro pensamiento se distrajese? ¿O lo hemos cantado con verdadero fervor? ¿Hemos leído algún capítulo sobre el cual no podríamos llorar por no haber recibido en nuestras almas «la verdad en amor», como era propio que lo hiciéramos? ¡Oh, buen Padre celestial!, si hemos sido afligidos, todavía mereceríamos serlo en grado mucho mayor.

Cuando hayáis confesado vuestros malos procederes, os exhorto a que os examinéis con ojos sutiles para descubrir el pecado particular que ha sido la causa de vuestro actual castigo. Pero oigo a uno que dice: «Yo no creo que lo pueda descubrir.» Sí que podrás. Quizá esté a la puerta.

Yo no me sorprendo de que algunos cristianos sufran; lo que me sorprendería es que no sufriesen. Los he visto, por ejemplo, descuidar el culto de familia y otros deberes familiares, con el resultado de que sus hijos han llegado a grandes para avergonzarlos y deshonrarlos. Luego gritan: «¡Oh, qué aflicción!» Desde luego que no me gustaría decírselo, pero merecerían que se les dijese: «¿Y qué otra cosa se podía esperar de semejante negligencia, de la que vosotros sois los únicos culpables?» Y al decirles eso, les diríamos la verdad.

No nos hemos sorprendido de que algunos padres se hayan vuelto ásperos, agrios y ceñudos en su temperamento, al ver la conducta pecaminosa de sus hijos después que hubieron abandonado la casa paterna. No es posible cosechar higos de los espinos, ni uvas de los abrojos. ¡A cuántos hombres hemos conocido cuyo único pensamiento era ganar, ganar mucho dinero; y eso que profesaban ser cristianos! Esas personas se han vuelto irritables e infelices; pero a nosotros no nos causó ninguna sorpresa. ¿Había el Señor de tratar con liberalidad a tan ásperos cicateros? ¡No! Si los tales se muestran arrogantes con el Señor, él les pagará con la misma moneda. Hermano, las raíces de tus tribulaciones acaso se extiendan por debajo del umbral de la puerta de tu casa; allí es donde yace el pecado. Busca, pues, con diligencia.

Pero a veces sucede que la causa del castigo se encuentra mucho más lejos. Cualquier médico os dirá que hay enfermedades que se vuelven molestas ya en los albores de la vida, ya en la vejez. En este último caso, fueron causadas en la juventud por alguna mala acción, o por un accidente. El mal puede mantenerse latente durante todos esos años. Es así como los pecados de nuestra juventud pueden ser causa de tristeza en los años de nuestra madurez; y las faltas y omisiones de veinte años atrás convertirse al presente en un azote. Eso yo lo sé perfectamente. Ahora bien, en caso de que la falta fuere muy antigua, convendrá hacer una pesquisa mucho más amplia y orar más frecuentemente. Bunyan nos dice que Cristiano se encontró con Apolión, y que, a causa de los deslices en que cayó al descender por la colina al Valle de la Humillación, tuvo un viaje muy sombrío a través del Valle de la Sombra de Muerte. Eso mismo nos puede ocurrir a nosotros. Es posible que cuando eras joven hayas sido duro con las personas que se hallaban afligidas. El resultado es que ahora tú te hallas en el mismo estado, y tu aspereza de entonces Dios la visita ahora sobre ti. Puede también que cuando te hallabas en mejores circunstancias acostumbrases a mirar con desprecio a los pobres y despreciar a los necesitados; ahora tu orgullo es castigado. Muchos ministros del evangelio han ayudado a desprestigiar a otro, al creer lo que contra él se propalaba, y luego, ellos mismos fueron víctimas de la calumnia. Es que está dicho:

«Con la medida con que midiereis, os será vuelto a medir.» Hemos conocido personas que llenas de arrogancia, hablaban con altanería, pero cuando cayeron de sus alturas, el enigma quedó aclarado… Dios evitará las transgresiones de sus hijos. Él dejará muy frecuentemente que los inconversos prosigan avanzando a través del camino de la vida sin reprimirlos, por eso no lo hará con sus hijos. Por ejemplo, si uno de vosotros, al regresar hoy a casa, viera un grupo de muchachos arrojando piedras a las ventanas de los vecinos, es probable que no se metiera con ellos; pero si viera entre ellos a su hijo, me atrevo a decir que lo sacaría de allí y haría que se arrepintiese de tan mala acción. Así ocurre con Dios. Si El ve a los pecadores avanzando por los caminos del mal, puede que no los castigue ahora; Él los tratará con justicia cuando se hallen en otro estado; pero si se trata de uno de sus elegidos, seguramente que le hará execrar el día de su nacimiento.

Pudiera suceder que la causa de tu tribulación no sea un pecado cometido, sino alguna negligencia en el *****plimiento del deber. Inquiere, pues, y mira, y ve si acaso eres culpable de alguna omisión.

¿Hay algún mandamiento divino que hayas descuidado, o alguna doctrina que hayas rehusado creer? Puede también que tu castigo te haya sido enviado a causa de algún pecado todavía no consumado, pero que se halla en tu corazón bajo la forma de cierta latente propensión al mal. Esa tristeza que sientes puede significar que debes desenterrar ese pecado, a fin de darle caza y acabar con él. ¿Tienes alguna idea de cuán diablo eres por naturaleza? Ninguno de nosotros sabe de lo que somos capaces, privados de la gracia. A nosotros nos parece que tenemos un temperamento dulce, una disposición amable. Veamos. De repente nos hallamos en medio de una compañía de individuos que nos provocan, nos molestan e insultan; y tan sutilmente hieren nuestro amor propio, que nos ponemos ciegos de ira, con el resultado de que nuestro amable temperamento se desvanece como humo, dejando tras de sí un triste recuerdo.

¿No es realmente lamentable el que nos irritemos tanto? ¡Vaya silo es! Pero si nuestros corazones fueran puros, ninguna especie de irritación los mancillaría. Y si no, agitad cuanto queráis el agua pura, y veréis cómo no se enturbia. El mal, esté patente u oculto, no deja de ser mal.

Puede ser de provecho, que uno llegue a conocer el pecado de que suele adolecer, porque, en ese caso, se humillará y comenzará a combatir sus inclinaciones. Si el tal nunca hubiera visto la suciedad, nunca habría barrido la casa; si nunca hubiera sentido ningún dolor, la enfermedad lo estaría acechando en su interior; pero ahora que siente el dolor, corre en busca del remedio. Es por tanto posible que a veces nos sean enviadas las pruebas para que discernamos el pecado que habita en nosotros y procuremos su destrucción.

¿Qué haremos esta mañana si nos hallamos bajo el castigo de la mano de Dios, sino humillarnos en su presencia como culpables que desean confesar abiertamente el pecado particular que haya inducido a Dios a castigarnos, apelando, para alcanzar el perdón a la sangre preciosa de Jesús, y al Santo Espíritu para obtener poder para sobreponemos al pecado?

Permitidme que os diga algo, a título de admonición, para después que hayáis hecho lo que os he sugerido. Y es que no esperemos descubrir, mientras estemos bajo la prueba, ningún beneficio inmediato como resultado de la misma. Yo, siempre que me he encontrado bajo algún agudo dolor, he tratado de cerciorarme de si había adelantado algo en mi resignación, o en orar con más fervor, o en tener más íntima comunión con Dios; pero tengo que confesar que nunca he podido descubrir el más ligero indicio de progreso en tales circunstancias, porque el dolor distrae y desvanece los pensamientos.

Recordad este dicho: «Pero después da fruto apacible de justicia» (He. 12:11). Ocurre que cuando el jardinero, podadera en mano, poda los frutales a fin de que den mucha más fruta, su hijito, que le viene pisando los talones con trabajo, le dice: «Pero, papá, yo no veo salir la fruta en los árboles después que usted los ha podado.» «No, mi querido -responde el padre; no es probable que lo veas; pero vuelve para dentro de unos meses, cuando llegue la estación de la fruta, y entonces verás a las doradas manzanas dar gracias a la podadera.»

Las gracias llamadas a perdurar requieren tiempo para originarse, pues no han de aparecer y madurar en una noche. Si maduraran tan rápidamente, pronto se pudrirían.



II

Ahora, dado el poco tiempo de que dispongo, abordaré la segunda parte de mi discurso, y lo trataré con la mayor brevedad posible.

Es mi propósito hacer una EXPOSICIÓN DE LOS BENEFICIOS DE LAS TRIBULACIONES.

Es éste un gran tema. Se han escrito tantos libros acerca de él, que bastaría con repetir el catálogo de los beneficios derivados de las pruebas. Pero no os entretendré con eso.

El efecto de una prueba severa en un verdadero creyente es el de impedir que las raíces de su alma se hundan en la tierra y hacer que su corazón se vuelva hacia el cielo. ¿Cómo puede ese creyente amar el mundo, después que tan triste se ha vuelto para él? ¿Por qué ha de andar él en busca de uvas tan amargas al paladar? ¿No debe más bien pedir alas de paloma que le permitan volar hasta su amada patria, para descansar por siempre jamás?

Todo marino que navega por el mar de la vida sabe que cuando sopla el blando céfiro, los hombres se sienten impulsados a desplegar las velas; pero cuando ven que se acerca, aullando, la negra tempestad, se vuelven apresuradamente hacia el cielo. Las aflicciones nos cortan las alas de nuestro apego a las cosas terrenales, con el fin de que no nos alejemos, volando, de la vera de nuestro amado Dueño, sino que nos posemos cerca de él y lo deleitemos con nuestro canto. Pero esas mismas aflicciones hacen que nuestras alas crezcan con respecto a las cosas celestiales, cubriéndonos de abundante plumaje, a manera de águilas; y así, al descubrir una espina en nuestro nido, emprendamos raudo vuelo espiritual, desplegando alas hacia el sol.

La aflicción nos revela la verdad y nos dispone para recibirla, dos cosas que no sé cuál de ellas es más difícil. En efecto, la experiencia nos revela verdades que de otra manera ignoraríamos. Hay muchos pasajes de las Escrituras que ningún comentador podrá jamás aclarar. Sólo la experiencia los puede explicar. Muchos textos hay que han sido escritos con tinta misteriosa, que sólo el fuego de la adversidad hará visibles. He oído decir que se pueden ver las estrellas en pleno día, desde el fondo de un pozo, cosa que no sería posible en la superficie. Eso me hace pensar que muchos podríais discernir muchas verdades estelares al encontraros en las profundidades de alguna tribulación, verdades que no se las podría conocer de otra manera.

Recordaréis que dije que la aflicción nos revela la verdad y que nos dispone, además, para recibirla. Por lo regular, nosotros somos muy superficiales en cuanto a nuestras creencias. A veces estamos empapados de la verdad, pero ésta se escurre como el agua de un estanque de mármol; pero la aflicción, nos ara, por decirlo así, y nos trabaja, y abre nuestros corazones, de tal manera que la verdad penetra nuestra naturaleza íntima y la empapa como la lluvia empapa la tierra recién arada.

Bienaventurado el hombre que recibe la verdad de Dios en lo íntimo de su ser; de hacerlo, jamás la perderá, sino que vendrá a ser la vida de su espíritu.

La aflicción, cuando es santificada por el Espíritu Santo, rinde mucha gloria a Dios, tributada por los cristianos, a causa de la experiencia que llegan a tener acerca de la fidelidad del Señor para con ellos.

¡Cuánto me deleitó el oír el testimonio personal dado por un anciano acerca de la bondad del Señor para con él! A pesar de haber pasado ya unos veinticinco años, la escena la tengo tan vívida y presente en mi espíritu como si hubiese ocurrido ayer.

Era un venerable anciano, de ochenta años, el cabello completamente encanecido, y ciego, a causa de su avanzada edad. Con palabras sencillas, tan sencillas como las de un niño, relató cómo el Señor lo había guiado y tratado bondadosamente, de tal suerte que ninguno de los bienes prometidos en su Palabra le había faltado. Habló cual si fuera un profeta, y sus años parecían imprimir fuerza a sus palabras.

Pero suponed que ese anciano nunca hubiera conocido pruebas, ¿qué testimonio podría dar? Si él se hubiese mantenido en medio del lujo, sin experimentar jamás el infortunio, habría permanecido entonces callado, y no habría dado un testimonio tan útil; de lo contrario, no podremos magnificar al Dios fiel, que jamás abandona a su pueblo.

La aflicción nos brinda además, mediante la gracia, el inestimable privilegio de la conformidad con la voluntad del Señor Jesucristo. Acostumbramos a orar pidiendo que seamos semejantes a Cristo, pero, ¿cómo podremos serlo, si no somos varones de dolores ni nunca nos hemos familiarizado con la aflicción? ¡Sí, queremos ser semejantes a Cristo, pero sin atravesar jamás el valle de lágrimas!

Semejantes a Cristo, oh sí, pero sin privarnos de nada, ni sufrir nunca la contradicción de los pecadores ni tener que decir jamás: «Mi alma está muy triste hasta la muerte.» Usted, ¡oh caballero oyente!, no sabe lo que ha pedido al decir: «Permite que me siente a tu mano derecha, en tu reino.» Eso no se lo concederá a menos que usted beba su cáliz y sea bautizado con el bautismo con que Él fue bautizado. Una participación en tu tristeza tiene que preceder a la participación de su gloria. Si alguna vez hemos de ser semejantes a Cristo, para habitar con él eternalmente, debemos mirar con contentamiento el pasar por muchas tribulaciones, a fin de alcanzar a eso.

Añadamos que nuestros sufrimientos nos son de gran provecho cuando Dios los bendice, porque nos ayudan a ser útiles a otros. Cosa tremenda debe ser para un hombre el que nunca haya experimentado ningún padecimiento físico. Pero oigo a alguno que dice: «¡Yo quisiera ser ese hombre!»

En ese caso, a menos que se te concediese una gracia extraordinaria, te volverías duro y frío, convirtiéndote en una especie de hombre de hierro, que mortificarías a aquellos con quienes hubieras de gozarte.

No, que mi corazón sea tierno; más aún, blando, aun cuando debe alcanzar esa ternura con el dolor; pues así sabré vendar las heridas de mis semejantes. Que mis ojos estén prontos a derramar alguna lágrima por los infortunios de mi prójimo, aun cuando para ello me sea preciso verter abundantes lágrimas por mis propios males.

Huir del sufrimiento significaría renunciar a ser el don de la compasión, razón por la cual debe desaprobarse más que ninguna otra cosa.

Lutero tenía razón cuando dijo que «la aflicción era el mejor de los libros que debería figurar en la biblioteca del ministro del Evangelio». ¿Cómo puede, en efecto, un hombre de Dios simpatizar con los afligidos, si ignora en absoluto lo que son sus tribulaciones?

Recuerdo muy bien haber oído decir a un duro y sórdido avaro que el pastor debiera ser extremadamente pobre, para que así pudiera simpatizar con los pobres. Yo le repliqué que a su vez debería ser muy rico para poder simpatizar con los ricos. Le sugerí asimismo que, en general, lo más conveniente sería tal vez mantenerse en el justo medio, a fin de que resultase más fácil el tener un conocimiento experimental de todas las clases.

Si el hombre de Dios llamado a ministrar a otros fuera siempre robusto, quizás resultase un pérdida; lo mismo sucedería si fuese enfermizo.

Que el pastor pueda frecuentar todos los lugares donde el Señor permite ir a sus ovejas, y sentirse cómodo en ellos, es sin duda ventajosa para el rebaño. Y lo que se dice de los pastores, téngase como dicho de cada uno de vosotros, según la vocación de cada cual, para consolación del pueblo de Dios.

Mostraos agradecidos, queridos hermanos, mostraos agradecidos por las tribulaciones; y sobre todo, mostraos agradecidos a causa de que tales tribulaciones pronto terminarán, y luego nos hallaremos en la tierra donde se hablará con mucho gozo de estas cosas. Así como los soldados muestran sus cicatrices y hablan de las batallas en que tomaron parte cuando, al fin de su servicio militar, se encuentran pasando su vejez en la patria, en el seno de los suyos, así será con nosotros en la amada patria, a la cual nos encaminamos apresuradamente, donde hablaremos de la bondad y fidelidad con que Dios nos habrá llevado a través de todas las vicisitudes del camino de la vida.

Yo por nada quisiera hallarme entre aquella hueste de redimidos vestidos de blancas ropas talares y oírles decir: «Todos éstos, menos uno, son los que han venido de gran tribulación.» ¿Te gustaría hallarte allí y verte señalado como uno de los santos que nunca hubiesen conocido la tristeza? ¡Ciertamente que no! Porque, en ese caso, te sentirías un extraño en medio de aquella santa hermandad.

¡Dispongámonos a entrar alegremente en la batalla, para que luego podamos ceñir una corona sobre nuestras frentes y agitar la palma de la victoria!

Sé muy bien que mientras estoy predicando, algunos de vosotros se habrán dicho: «¡Oh, lo que es los cristianos suelen pasar por momentos difíciles!» A lo que respondo: «Otro tanto os pasa a vosotros.» Los descreídos no pueden eludir la tristeza causada por sus pecados. Jamás he oído que un pobre haya salido de la pobreza por convertirse en un manirroto; tampoco he sabido de alguien que haya evitado un quebradero de cabeza o alguna congoja de espíritu por darse a la embriaguez; ni librarse de alguna enfermedad física por darse al libertinaje; sino todo lo contrario. Pues si hay aflicciones para un santo también las hay para vosotros los pecadores.

Y tened esto bien presente, oh vosotros los des-creídos: «Que vosotros, reputando estas cosas como carentes en absoluto de valor, las tergiversáis para vuestro mal. Pero si bien para vosotros carecen de utilidad, para los santos son de eterno valor. Para vosotros, vuestras tristezas son castigos; son algo así como las primeras piedras del rojo granizo que ha de caer sobre vosotros por siempre jamás. Otra suerte muy distinta es la que espera a los hijos de Dios. Además, a vosotros se os castiga por vuestras transgresiones; no así a los creyentes.

Y permitidme que añada, que si aconteciera que hoy estuvierais por casualidad nadando en un mar de paz, prosperidad, riqueza y felicidad, no hay aquí un solo hijo de Dios que esté pasando por las más duras pruebas, que por nada del mundo quisiera cambiar su estado por el vuestro, sino que más bien preferiría ser un perro de Dios y ser coceado bajo su mesa, que ser el favorito del diablo y sentarse a la mesa a comer con él. «Haga el Señor lo que más le placiere», exclamamos, «por algún tiempo». Nosotros, los creyentes, creemos que nuestra peor condición es mucho mejor que la óptima vuestra. Pero, ¿pensáis, por ventura, que nosotros amamos a Dios por lo que obtenemos de é11 y nada más que por eso? ¿Es esa la noción que vosotros tenéis del amor de un cristiano para con su Dios? Jeremías nos refiere que había algunos que decían que no dejarían de ofrecer culto a la reina del cielo. «Porque dijeron-, entre tanto que le rendimos culto a la reina del cielo, tuvimos pan en abundancia, mientras que ahora, todo nos falta.» Tal es el lenguaje de los impíos, y tal era el concepto que el diablo tenía de Job. «¿Teme Job a Dios de balde?», dice Satanás a Dios; «¿no le has tú cercado a él, y a su casa, y a todo lo que tiene?» El diablo no entiende lo que es el genuino amor o un desinteresado afecto. Pero el hijo de Dios puede decir al diablo en su propia cara que él ama a Dios aun cuando lo cubriera de llagas y lo pusiera en un muladar; porque aunque tuviera que pasar por aflicciones diez veces más aflictivas que las que hubo de soportar, todavía se adheriría al Señor. ¿No es El, por ventura, el Dios bendito? Sí; ¡oh, que en nuestros lechos de dolor se deje oír la exclamación: El es el Dios bendito!

En las vigilias de la noche cuando nos hallamos fatigados, y nuestra cabeza parece arder con la fiebre y nuestra alma se halla aturdida, todavía confesamos que El es el Dios bendito. ¡Cada sala de hospital en la cual haya creyentes, debiera resonar con los ecos de esta nota! ¿Un Dios bendito? Sí; eso es Él, dice el pobre y necesitado aquí presente esta mañana; y así exclaman todos los pobres de Dios a través de toda nuestra tierra. ¿Un Dios bendito? Sí, dicen los moribundos. Y aunque nos mate, bendeciremos su Nombre. El nos ama, y nosotros le amamos a Él; y aunque todas sus olas nos cubrieran e hiciese caer su ira dolorosamente sobre nosotros, no cambiaríamos nuestro estado por el de los reyes sentados en sus tronos que no amasen a Dios.

Oh, pecador, si Dios castiga tan severamente a sus hijos, también te castigará a ti algún día; y si aquellos a quienes Él ama hace que sean afligidos, ¿qué no hará con aquellos que se rebelan contra El y lo aborrecen? Oh, «besad al Hijo, porque no se enoje, y perezcáis en el camino cuando se encendiere un poco su ira. Bienaventurados todos los que en él confían».

¡Que el Señor os bendiga, y os haga participantes de los beneficios de su pacto, por amor de Cristo! Amén.

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