No se lo pierda
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¡NECIO!

Y dijo: Esto haré: derribaré mis alfolíes, y los edificaré mayores, y allí juntaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes almacenados para muchos años; repósate, come, bebe, huélgate. Y díjole Dios: Necio, esta noche vuelven a pedir tu alma; y lo que has prevenido, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico en Dios.»

Algunas personas piensan que fue rudo que el Salvador llamara «necio» a un hombre. Cuando alguien es llamado en la Biblia un necio, eso significa que éste carece de discernimiento espiritual, o que él está viviendo sin Dios, o que es un hombre que no toma en serio al pecado, o un hombre que dice: «No hay Dios». Ahora bien, encontramos que este hombre, en la vista de otros, era lo que llamaríamos «un hombre muy exitoso». Usted podría llamarlo «un hombre noble». No tengo duda alguna de que él se situaba bien en la comunidad donde vivía. Lo situamos en el valle del Jordán [como un caso imaginario pero que podría representar a muchos caso verdaderos que se dieron allí]. Él quizás, tenía una de las mejores haciendas que habían en el valle. Él vivía en el más maravilloso día de la historia del mundo.

Nunca hubo antes que él justo un día así, y desde entonces nunca lo ha habido. Imagino que Juan el Bautista predicó cerca de su casa. Desde la puerta en el frente, él podía ver el gran gentío agolpándose, día tras día, afuera en el lugar desierto para oír a este maravilloso predicador. O, Juan venía desde el desierto de Judea día tras día a aquel valle, y podría haber sido que la hacienda de este hombre estuviera tan cerca que él podía oír aquella voz cuando salía de los labios de Juan de un extremo al otro del valle: «Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado». Podría haber sido que el Salvador, después que Juan fue decapitado, predicara también allí, dentro de un cuarto de milla de la hacienda de ese hombre.

Cuando él envió los Setenta, de dos en dos, ellos podrían haber llegado al vecindario de ese hombre para predicar; y no tengo duda alguna que él dijo, como muchísimos hombres de negocios hoy: «No puedo ir a oír a ese predicador, el negocio debe ser atendido. Debo cuidar mi hacienda. Estoy a*****ulando riquezas para esta vida». No conozco de una ocupación más honorable que la del granjero. El negocio de este hombre era correcto en todo; no se puede encontrar ninguna falta en éste. Ahora, hay algunas cosas que no fueron dichas. No se nos ha dicho que él fuera un hombre deshonesto, o en apuros, o que él acopiara reservas para especular, e hizo su dinero de esa manera, o que él hiciera trampas a la viuda, o que quebró y pagó «cincuenta centavos por dólar», o que rentaba su propiedad para casas de prostitución o vinerías.

Me aventuro a decir que si usted hubiera vivido cerca, habría encontrado todos sus vecinos hablando muy favorablemente de él, y llamándolo «un muy astuto, muy previsor y exitoso hombre de negocios.» Él tenía buena mercancía de Egipto, y alguna de Siria. Nadie encontraba defecto con su mercancía. Él tenía el mejor ganado en el valle y nadie tenía mejores caballos o mulas. Él tenía las mejores ovejas de esa región. La hacienda estaba resguardada; todas las cercas estaban bien; hermosos árboles para dar sombra; hermoso césped en frente de la casa –todo muy prolijo y ordenado. Quizás alguno de ustedes podría decir: «Ese hombre es bastante bueno; déjenlo tranquilo». Me aventuro a decir que si hubiera sido un ciudadano de Boston, lo habrían hecho un Anciano o un Diácono.

Cuando se volvió un hombre exitoso, un hombre próspero, tenía buenos antecedentes. Él no se embriagaba. Su carácter se mantenía muy, muy alto. Su palabra era tan buena como sus contratos. Todos los hombres que empleaba hablaban bien de él. Ellos nunca pensaban en una huelga, porque les caía bien. Usted no puede encontrar realmente nada contra el carácter de este hombre, ¿podría hacerlo? Y sin embargo el Salvador llama a ese hombre un NECIO. ¿Cuál es el problema? Me parece que el problema era justo lo que sigue: Ese hombre trabajó, y poseyó, y planeó. Desde la cuna hasta la tumba, ¡justo este pequeño, corto, breve tiempo señalado de toda la vida reservada para él! No sabía nada, o no le importaba nada, acerca de la otra vida.

Él podía haber ido a la iglesia; podía haber ido a Jerusalén a todas las fiestas religiosas; podía haber pagado sus diezmos; podía haber sido un judío ortodoxo. Él observaba todas las formas externas, porque eso le daría respetabilidad, y dignidad, y posición. Y sin embargo, con todo eso, el Salvador dice que era un NECIO. Hay un pasaje en alguna parte en la Biblia que dice, «lo que es altamente estimado para el hombre es una abominación a Dios». Dios mira las cosas de manera diferente que el hombre. Me parece mejor que un hombre nunca hubiese nacido que vivir y morir por este mundo, y no pensar en la vida venidera. Imagino a este hombre en su salón una noche. Hizo venir un constructor experto con algunos planes. Él va a derribar sus antiguos graneros y los construirá más grandes.

¡Bueno, eso no es dañino! Es mucho mejor levantar nuevos graneros que beberse los antiguos. Si él hubiese sido un borracho, se habría bebido todos los edificios. ¡Oh, cómo ilumina él! Él habla de la mejor hacienda en el valle. He visto estancieros semejantes cuando planificaban hacia dos años futuros. Ellos querían tener graneros mejores que cualquiera en el pueblo. Este hombre va a tener el mejor granero en todo el valle del Jordán. Su esposa dice, «iré a la cama; todos los niños ya han ido». Pero él queda despierto hasta la medianoche, preparando planes, y dice a su alma: ‘Alma, repósate’. El viejo reloj señala la última hora del día; y el constructor dice: «debo ir; mi esposa me está esperando». Él desea al hacendado Simeón «Buenas noches», y se va. Pero Simeón ha quedado tan excitado por el granero que no puede dormir.

Él va a quedar despierto más tiempo. Es la una, todas las puertas están cerradas, las persianas aseguradas, todo tranquilo y silencioso. No se escucha el sonido de pie alguno, pero un extraño hace su aparición, y Simeón levanta la vista, y dice, «¡Oh muerte! No has venido a llamarme así repentinamente, ¿no?»

«Sí, esta noche tu alma debe serte pedida.»

«¡Oh Muerte! ¡No me tomes tan repentinamente; permíteme tener un poco de tiempo para prepararme, para poner mi casa en orden, para prepararme para encontrar a mi Dios!»

«Oh, pero tú has tenido todos los años, todo el tiempo; tu tiempo se acabó. ¡Debes irte esta noche!»

«¡Oh Muerte! ¡Detén tu mano, dame un año!» «No; tú no puedes sobornarme», dice la Muerte. «Pero nunca me advertiste».

«Sí: tu padre ha partido, y él murió más joven que tú. Tu madre ha partido; ¿no te advertí cuando tomé tu primogénito? Y la última semana asististe al funeral de tu vecino, tu vecino de al lado; has estado en casi todas las casas de alrededor asistiendo a funerales por los últimos veinticinco años. Yo no debería ser un extraño para tí. Sabías que estaba viniendo, pero no me tuviste en cuenta.»

«Oh, permíteme llamar a mi familia, y darles el adiós.»

«¡No! ¡Debo llevarte ahora!»

Y la Muerte pone su mano sobre el hacendado; y, ¡he aquí! su corazón deja de latir, y en muy poco tiempo su cuerpo se vuelve frío. Su cabeza está caída sobre su pecho, mientras está sentado en su silla. Su esposa, ni nadie de la familia oye un sonido.

La muerte ha llegado tan calladamente que nadie de la familia oyó su paso. La mañana comienza, y los sirvientas comienzan a moverse alrededor. El sirviente cuya función era mantener la casa en orden llega al salón, y abre la puerta; ve a su amo como dormido, y dice: «No le despertaré.» Pero pronto la esposa se despierta.

«¿Dónde está mi esposo? Quizás tuvo algún problema con su corazón.» La esposa está alarmada. Se viste apresuradamente y llama a los sirvientes. «¿Has visto al amo?» «¡No!» Ella no llamó al sirviente apropiado. Llama a otro. Mientras ella se sigue vistiendo, el sirviente que había ido al salón entra, y dice: «Sí, el amo está dormido. Se quedó dormido en su silla la última noche.» La esposa se sobresalta por la inquietud; ella teme que eso pueda ser otra cosa que dormir, y se apresura hasta el salón, y pone la mano en su frente–¡está fría como mármol! ¡Él ha partido hace horas!

La alarma se extiende pronto por la casa. Los niños llegan llorando. Pronto los vecinos lo oyen. En aquel caluroso país no podían mantener mucho tiempo su cuerpo. ¡Ese día es enterrado! Lo ponen afuera en su tumba. Hay un funeral; quizás se entrega una oración. Se lo destaca como una especie de faro para guiar a los jóvenes por los caminos del hombre cuya vida había sido tan exitosa. Puede ser que construyeran un gran monumento en su memoria. Puede ser que allí hubiera un gran proceso judicial y que los abogados tomaran todo lo que él había «almacenado». Eso es comúnmente lo que sucede en nuestros días. Y el Ángel desciende y escribe sobre el monumento: «¡NECIO!» Mis amigos, si ustedes fueran a los cementerios, y miraran en las lápidas, y pudieran ver lo que Dios ha escrito sobre ellos, cuantas veces podrían ver la palabra, «NECIO». «NECIO».

¡Pueda Dios despertarnos hoy, para que podamos ser más sabios que ese hombre; para que podamos planear un poco más adelante que sólo desde la cuna hasta la tumba! Este es un viaje muy corto. Pronto acabará. Y me compadezco, profundamente en mi corazón, por cualquier hombre o mujer que está viviendo sólo para este corto, breve tiempo, y generando su ruina total. Ahora, quiero llamar su atención al error que este hombre cometió. Digamos que el descuidó la salvación de su alma. ¿Sabe usted que las mayores calamidades de la vida nos sobrevienen por negligencia? Un hombre exclama «¿Qué he hecho?» ¿Suponiendo que no haya hecho otra cosa más que descuidar la salvación de su alma? Unas pocas semanas antes del incendio de Chicago fui a ver a un doctor por un pequeño niño que se me dijo iba a perder su vista. La madre entró con el hermoso bebé, y dijo: «Doctor, mi niño no ha abierto sus ojos durante días. ¿Verá cuál es el problema con esto?»

Y el doctor puso un poco de ungüento sobre los párpados, y al poco tiempo dijo: «¡Su hijo está ciego! No ha visto durante tres días; nunca volverá a ver.» Cuando esa verdad se reveló a la madre, surgió de pronto un sollozo del corazón de la madre que hizo que el doctor y yo lloráramos. Ella no podía ayudarlo. Apretó al niño sobre su pecho. «¡Oh, mi querido! ¡No podrás ver nunca más a la madre que te hizo nacer!» Y el doctor me dijo que si la madre le hubiese llevado al niño unos pocos días antes, podría haberse salvado. La madre había descuidado al niño hasta que su vista se perdió. No hay una madre aquí hoy cuyo corazón no se compadezca por aquella otra madre. Todas dicen: «¡Oh, cuánto la compadezco!» Pero es mil veces peor descuidar el alma de su niño…¡el alma, el alma! Y eso es lo que este próspero hombre hizo. Él cuidó bien su cuerpo, lo vistió, almacenó mucho para éste, y dijo, «¡Alma, alma, repósate!» Pero descuidó sus intereses eternos y arruinó su vida. Y hay muchísimas de esas vidas arruinadas.

Usted sabe que perdimos algunas batallas en la Guerra Civil porque los centinelas se descuidaron en dar aviso. ¡Eso fue todo! Un hombre en el ejército puede ser juzgado y fusilado si descuida su puesto, si descuida su deber. Me parece, que no hay mayor descuido que este descuido de nuestro bienestar eterno. Descuide su salud, y pronto decaerá. Descuide sus negocios y pronto se arruinará. ¿Puede usted permitirse descuidar su alma, su ALMA? Y, usted ve, ese es el pecado de miles en Boston actualmente. ¿No es ese el pecado de cientos en este recinto hoy? ¡Éstos están descuidando la salvación de sus almas!

Se cuenta la historia de un indio en el Río Niágara. El remo estaba dentro de su canoa. Él estaba dormido, quizás soñando con hermosos campos de caza, o con su tienda, cuando, de repente, oyó las aguas tronando sobre el Niágara; pero estaba en su sueño. Habían tratado de despertarlo desde la costa, pero fallaron. Pronto la poderosa catarata lo despertó. Se levantó de golpe y en un instante entendió la situación, el terrible peligro. Tomó un remo y lo empleó con desesperada energía contra la corriente. Fue muy tarde. Hubo un momento cuando él podía haber remado contra la corriente y así salvarse; pero él durmió hasta que las precipitadas aguas lo habían llevado al borde de la catarata; ¡luego de una pausa de un segundo en el borde, y con un pavoroso grito, el indio siguió hacia las profundidades de la muerte! ¿No es esa una descripción de muchos dormidos, amodorrados, mientras la corriente los lleva más y más adelante?

Muchos en esta audiencia están pasando sus últimos años sobre la tierra. Este es el año1897, y hay muchos en esta audiencia a quienes podría ser dicho en pocos días, «¡Vuelven a pedir tu alma ahora!» Algunos de nosotros estamos pasando nuestro último mes, algunos el último año, y algunos los últimos cinco años sobre la tierra. Estuve pensando, cuando estaba considerando el asunto hoy, de mi propio pueblo. Regresé a la vida de allí de hace veinte años, y mi mente recorrió a lo largo de una calle, y encontré que la Muerte había estado en cada casa en los veinte años. Y no había ninguna calle donde la Muerte no hubiera entrado. Entró en mi propia casa, y también en las casas de mis vecinos, de un extremo al otro de esa calle. ¿A cuántos de esos hogares ha entrado la Muerte en los últimos cinco, diez, quince, veinte años? Difícilmente una familia representada por esta congregación no haya sido visitada por la Muerte en veinte años.

¿Dónde estará esta audiencia veinte años más tarde? Ahora, ¿no sería mejor prepararse? ¿Qué va a aliviar un lecho de muerte? Dos hombres de negocios estaban discutiendo esta cuestión. Uno de ellos era un incrédulo; el otro dirijiéndose a él dijo: «¿Cómo es para ti; que va a aliviar tu lecho de muerte; tu incredulidad?»

«No», dijo el otro, «eso no lo hará». He hablado con un hombre la noche anterior, un hombre mayor que yo, y le pregunté si era un cristiano. Él respondió: «Soy un incrédulo». Le dije: «¿Qué te dará tu incredulidad?» «Nada». «¿Qué esperas para el futuro?» «Nada.» «¿Vivir por nada?» Entonces me fui de este salón, agradeciendo a Dios que no soy un incrédulo. Gracias a Dios he obtenido algo mejor que la incredulidad. No pienso que la incredulidad vaya a hacer esa hora de la muerte más dulce. ¿Usted no?

Otro hombre dijo: «¡La cultura! ¡La cultura hará esto!» Y eso fue discutido, y pregunté: «¿Qué puede hacer la cultura en la hora de la muerte? La cultura puede estar muy bien en su lugar; pero cuando usted desciende a la majestuosidad del Jordán, ¿qué puede hacer la cultura? ¿Qué pueden hacer el arte y la educación? ¿Qué otra cosa puede servir en la hora de la muerte?» (Una voz desde la audiencia: «¡Una buena esperanza en el Señor Jesucristo!») No hay otra cosa. Y si ustedes sólo se detienen a pensar, todos dirán; «Así es». La incredulidad me quita todo. Mi amigo, quiero decirle que usted puede ser un exitoso hombre de negocios, pero si eso es todo, no tiene mucho a que aferrarse. Debe dejar todo eso. Ser la cabeza del mundo comercial en Boston o en algún otro lugar no le ayudará.

Recuerdo a los principales comerciantes de Boston cuando vine aquí como un muchacho, y cómo acostumbraba levantar la vista hacia ellos. Yo adoraba al Éxito en aquellos días. Uno de ellos, me atrevo a decir que si mencionara su nombre, habría un centenar en este salón que lo recordaría. Él ganó en la vida; ¿ganó él para la eternidad? Pero todos ellos han partido hace cuarenta años. Cuarenta años después de ahora vendrá otra audiencia, y si un hombre ha vivido toda su vida sólo para este mundo, su nombre habrá sido olvidado, a cuarenta años de ahora. ¿No es así? Oh, cómo deseo que podamos tener hoy nuestros ojos abiertos para ver algo más que el éxito, el honor, y la fama mundanos. Me compadezco del hombre que tiene todo su pensamiento centrado en esta vida. Quiera Dios que podamos tener una elevación espiritual.

No sé quien es el autor de estas palabras, pero quiero leerlas a ustedes: «El alma dijo al cuerpo: ‘Nosotros seguramente debemos partir, y ahora analicemos juntos.’ ‘Analicemos hermana’, dijo el cuerpo. ‘Tú’, dijo el alma, ‘has sido activo en trabajos y afanes, temprano y tarde, y reuniste mucho oro. ¿Guardarás esto para ti o me lo darás a mí? ¿Quién va a llevar esto? Llévalo a tu tumba, y algún ladrón lo sacará antes de que caiga la nieve.’ ‘¡Ay!’ dijo el cuerpo, ‘¿cómo puedo tomarlo entre la oscuridad y el polvo y la corrupción de la muerte? ¿De qué me servirá allí?’ ‘No’, dijo el alma, ‘¿pero cómo puedo yo llevarlo donde la tierra y las cosas terrenales no pueden entrar? Y, después de todo, éste no es más que tierra amarilla.’ ‘Y, en breve, éste no será ni mío ni tuyo’, dijo el cuerpo, con pesar. ‘Nuestro análisis no ha acabado’, dijo el alma. ‘¿Cómo vamos a encontrarnos de nuevo, si fuéramos a encontrarnos de nuevo? ¿Será en dolor o en alegría? Tú nunca me has permitido mirar hacia el cielo, sino que me robaste mi libertad y usaste todos mis poderes para ayudarte a obtener el oro’ ‘¡Ay!’ dijo el cuerpo, ‘tú me tentaste, y ahora me reprochas.’ ‘¿Qué, y si nos encontráramos, como compañeros del tormento, asociados para la miseria eterna?’ dijo el alma. ‘Yo estoy manchado como tú, y nunca te preocupaste por nuestra purificación. No tengo derecho al Cielo, igual que tú, y tú nunca te preocupaste para entrar en éste. Así, entonces, este oro será nuestro acusador y burlador en la eternidad, y yo te reprocharé para siempre por haberme destruido al obtenerlo.’ »

Ahora, tornemos estos pensamientos sobre nosotros mismos. ¿Para qué estás viviendo? ¿Cuál es tu meta? ¿Es obtener ganancias? ¿Comprar y vender? ¿Morir millonario? Estuve hace un tiempo atrás con un hombre con ciertos recursos, que se casó con una mujer cristiana. Ellos habían tenido un hijo que murió. Él había sido un hombre muy trabajador. Él murió. Cuando falleció, la viuda buscó todo el dinero, y dijo: «Mi ambición es ahora que mi único hijo sea millonario cuando llegue a los veintiuno.» Esa es una meta muy baja, ¿no es así? ¡Y aquélla era una profesante cristiana! ¡Quiere que su muchacho sea un millonario a los veintiuno! Ese es el hombre rico quien, en el día del Salvador, fue llamado, NECIO. «Hoy vuelven a pedir tu alma».

Ahora, apartándonos de este tema, quiero pedir a esta congregación que haga algo que pienso es perfectamente correcto. Hay un lugar en los Salmos donde se dice: «Pagaré mis votos a Jehová delante de todo su pueblo.» Nosotros deberíamos tener un gran tiempo aquí esta tarde si cada hombre y mujer en este recinto «pagara sus votos». Me aventuro a decir que no hay una persona en este lugar que no esté viviendo bajo algún voto quebrantado.

Hay cierta hora en su vida cuando usted hizo un voto que no ha guardado. No puedo decirle cuando; pero ahora, mientras estoy hablando, su propia conciencia se lo dice–su mente se transporta al pasado a aquella hora cuando hizo una promesa. Podría haber sido a la medianoche, cuando se escuchó un golpeteo en su puerta, y usted se despertó de un profundo sueño y se le dijo que su madre estaba muriendo. Usted se apresuró en ir a verla; ella estaba consciente, y habló con usted, y tomando su mano, usted le prometió que la encontraría en el cielo. Usted derramó algunas lágrimas en la tumba. Dijo a los ministros que oficiaron que sería un cristiano. ¿Estoy hablando ahora a muchos en este recinto que han hecho un voto similar? Cuando su esposa le fue quitada a usted, ¿no dijo: «No puedo hacerla regresar, pero yo serviré a su Dios»? Cuando su hijo le fue arrebatado, ¿no hizo usted algún voto de esa clase?

¿Sabe usted?, la vida me parece ahora como subir una colina y luego bajar; usted sube la colina lentamente y desciende rápidamente. Los días pasan ahora como horas. Una semana se desliza como un día. Los meses parecen semanas. Me parece un corto tiempo desde que vine a Boston. Me gustaría llevar conmigo a toda esta audiencia y hacerles imaginar a ustedes que están subiendo esta colina; algunos de ustedes están en la cima, en el apogeo de la vida, y permanecen en la *****bre de la colina. Sólo hagan una pausa conmigo, y miren a la cuna desde donde ustedes comenzaron.

Recuerde cuando usted comenzó; es sólo un corto tiempo atrás; y cuando mira colina abajo usted ve una lápida. Ésta señala el lugar de descanso de algunos miembros de su familia. Usted estuvo una vez parado cerca de esa tumba abierta y realizó votos. Y se prometió a sí mismo y a amigos que llevaría una vida diferente desde ese día en adelante. ¿Porqué no pagar sus votos en la presencia de esta congregación? Porqué no decir ahora: «¡Lo haré! Con Dios ayudándome, mantendré ese voto; haré bien esto hoy.» Pero usted nota otra tumba. No es la de su madre ni la de su padre, sino una estrecha y corta tumba. Un niño pequeño llegó a su vida y era el sol de su hogar, y como la enredadera enrollada alrededor del roble, ésta se trenzó en su corazón; y entonces vino la muerte y tomó al niño. ¿No hizo usted promesas?

Recuerdo la primera vez que fui llamado para hablar fuera de Chicago. Fui invitado a ir a Indiana. Un caballero me encontró en la estación. Me llevó hasta su casa. Ese era un día de verano muy caluroso. Las persianas estaban cerradas para mantener fuera las moscas y el calor. Él dijo que su esposa estaba ocupada preparando algo para agasajar a algunos amigos; y que él quería ser excusado. Él me dejó en esa oscura habitación. Yo no podía leer, y me puse muy inquieto. Pensaba si él tenía algunos niños, yo salí bajo los árboles, y entonces le pregunté: «¿Tiene usted algunos hijos?» Él dijo: «Sí, tengo una»; y luego dudó, y continuó, «ella no está aquí, mi única hija está en el cielo. Estoy contento de que esté allí.» «¿Está contento de que su única hija se haya ido?», exclamé. «Sí», dijo él; pero hubo un tiempo cuando yo no podía decir eso». «¿Había algo malo con su niña? ¿Estaba sana y bien mientras vivía?» «Sí».

Y él tomó un antiguo daguerrotipo, [una especie de fotografía], y la niña lucía tan bella como cualquier niña que yo hubiera visto alguna vez. Pasándome el retrato él dijo: «Esta es una correcta representación de mi hija». «¿Qué edad tenía cuando fue llevada? ¿Podría decirme?» Él respondió: «Sr. Moody, cuando esa niña vivía yo la adoraba; ella era el ídolo de mi corazón. Yo nunca fui a la iglesia. Yo no podía haber tenido ningún pensamiento serio acerca del estado futuro. Cada noche podía salir de mi trabajo, iba a cabalgar con ella, o a caminar con ella. Mi vida se centraba en esa niña; era el ídolo de mi corazón. «Un día volví a casa y ella estaba enferma, no presté atención a esto. Oh, señor, en unos pocos días había partido. Ella se derritió como un copo de nieve. Y acusé a Dios de ser injusto. Yo habría sacado a Dios de su trono. Por tres días y noches estuve sin dormir. Rehusé comer, beber o dormir. La enterré. Y cuando volvía a casa, mi hogar y mi corazón estaban tan oscuros como la tumba. Yo había perdido mi niña. ¿Sabe cuán desolado está el hogar cuando algunos miembros de éste han partido?»

Mientras caminaba en su cuarto de un lado al otro, él me dijo que había oído una voz, y creyó que era su niña llamándole. «Pero no, esa voz había sido silenciada en la muerte», dijo él, «y no podía oírla nunca». Entonces pensó que oyó pasos viniendo; y murmuró,: «No, nunca oiré el sonido de sus pasos otra vez.» Hasta ese momento, él me dijo, no había llorado. Su agonía había sido tan grande que no podía llorar. Entonces cedió. Y, dijo: «Supongo que fue un sueño, pero siempre me pareció como una visión que Dios me había dado; una visión del cielo. Estaba dormido en mi cama, y soñé que estaba cruzando un campo, abandonado, desértico y triste. Llegué hasta un río. Éste lucía tan oscuro, tan frío y tan triste que me retiré de la orilla. Justo al otro lado del río, vi la más hermosa tierra sobre la que mis ojos alguna vez hubieran descansado. Permanecí allí, contemplando esa tierra, y dije: ‘¡Oh, cuán hermosa y clara!’

Pensé que la enfermedad y la muerte nunca entraron en esa tierra. Me gustaría estar en una tierra donde la Muerte no pudiera llegar, donde no hubiera separación y donde el partir fuera desconocido. Mientras permanezco allí, contemplando esa tierra de ensueño, veo seres, todos de apariencia tan joven y tan feliz. Cuando los contemplaba, fue mi gozo y delicia ver entre ese número a mi propia niña querida, y ella vino corriendo y agitando su pequeña mano, y dijo: ‘¡Papá! Ven directamente por este camino. ¡Es hermoso aquí!’

Entonces bajé a la orilla, y pensé en zambullirme en ese río. Traté de encontrar un puente, pero no había ninguno a la vista. Caminé de un extremo a otro de la orilla, pero no pude encontrar un barquero. Finalmente una voz vino a mí por sobre el agua: ‘¡Papá, ven directamente por este camino; es hermoso aquí!’

Mientras estaba caminado de un extremo al otro de la orilla, oí otra Voz diciendo: ‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Padre, sino por mí.’ La Voz me despertó de mi sueño.

Me desperté esa noche e hice mi primera oración, y exclamé a Dios que me perdonara y me salvara. Y Dios me salvó esa noche. Yo no veo más a mi niña como perdida, sino como viviendo en la gloria, y cada día puedo verla llamándome e invitándome hacia el cielo. Mi vida ha sido muy exitosa. He sido Superintendente de la Escuela Dominical durante ocho años. Cientos se han convertido en esa Escuela Dominical, y nosotros lo hemos hecho venir a usted y esperamos que habrá algún fruto.»

¿Estoy hablando a madres, hoy aquí, cuyos hijos han partido? Si aquellos niños pudieran volver de aquel mundo de luz, dirían: «¡Madre! ¡Ven por este camino!» ¿No estoy hablando a padres, hoy aquí, cuyos niños han cruzado el río? No creo que haya un hombre o mujer en el Templo Tremont que no tenga alguno – podría ser una madre santificada ida. ¿No está ella llamándolos lejos de este mundo de pecado, aflicción, desgracia y miseria? Nosotros hemos tenido un Hermano Mayor. Hace mil novecientos años, el Hijo de Dios cruzó el río. ¡Pueda Dios ayudarlo a acudir a Él hoy!