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La Regeneración

La misma disculpa, pues, me ha de servir hoy al presentaros el asunto de la regeneración. Es de importancia absoluta y vital; es el ej e del evangelio; es el articulo acerca del cual estamos acordes los más, no, todos los cristianos que lo somos sincera y verdaderamente. Asunto es que atañe a la base misma de la salvación. Es el fundamento principal de nuestras esperanzas tocante al cielo. Así como debemos cuidar escrupulosamente como van los cimientos de una estructura, también debemos poner mucha diligencia asegurándonos que realmente hemos vuelto a nacer, y que hemos logrado la certidumbre en cuanto a la eternidad. Hay muchos que se Imaginan haber nacido de nuevo, y se engañan. Mucho nos Importa por tanto hacer frecuentemente examen de conciencia, y obligación es del ministro hacer mención de las materias que impulsan a dicho examen, y que tienden a escudriñar el corazón y poner a la prueba los «riñones’, de los hijos de los hombres.

Paso, sin más preámbulo, primero, a hacer unas cuantas observaciones relativas al nuevo nacimiento; segundo, apuntaré lo que significa no poder ver el reino de Dios si no nacemos de nuevo; después pasaré a indicar por qué no puede ver el reino de Dios el que no nace de nuevo, y por fin, exhortaré a los hombres en calidad de embajador de Dios.

1. Primero, pues, EL ASUNTO DE LA REGENERACION. A fin de explicarlo lo mejor que pueda, ante todo fijaos, si os place, en la figura de que se hace uso. Se dice que el hombre tiene que volver a nacer. No podré ilustrar esto mejor que suponiendo un caso. Supongamos que en cierto reino se expide una ley, según la cual sólo los nacidos en él son admitidos a la corte, nombrados para algún cargo, o favorecidos con privilegio en aquella nación; supóngase al nacimiento en aquella tierra puesto por condición absoluta, declarándose terminantemente que, a pesar de cuanto fueren e hicieren, los no nacidos allí no se admitirán a la presencia del monarca, ni disfrutarán parte alguna de los emolumentos o empleos del Estado, ni privilegio alguno de ciudadano. Si os suponéis un caso semejante, creo que podré Ilustrar la diferencia de los cambios y reformas que en si efectúan los hombres a la obra efectiva del nuevo nacimiento. Llega por ejemplo un indio norteamericano, y pide los derechos de ciudadano, a pesar de saber que la regla consabida es invariable. Dice que mudará de apellido; en lugar de llamarse Hijo del Gran Viento Occidental, tomará un apellido nativo. Se presenta en palacio. Le preguntan si es nativo. Dice que no, pero que ha tomado apellido del país. Pues no lo admiten aunque tome el apellido de la familia real.

Mi ilustración es aplicable a casi todos, porque en general es descrédito no ser tenido por cristiano. No sois paganos; no sois incrédulos, ni mahometanos, ni judíos; creéis que el nombre de cristiano os acredita, y lo habéis tomado. Tened por muy seguro que nombre cristiano no es naturaleza cristiana, y que no os aprovecha que se os reconozca por adeptos del cristianismo faltándoos esto, que nazcáis de nuevo en calidad de súbdito del Señor Jesús.

Alega el indio que renuncia su ropaje nacional, que se viste con toda la elegancia en el vestir del país en que se halla, desecho plumas, teguas, hachas de guerra, todo; pero siempre ve cerradas las puertas que desea traspasar, y siempre por la misma razón, que la ley dice que para entrar es preciso que haya nacido en aquel país, y que no basta cambiar de ropa. De esta manera, muchos de vosotros no sólo tomáis nombre cristiano, adoptáis las costumbres cristianas, frecuentáis el culto, cuidáis de tener alguna observancia de culto de familia; vuestros hijos no son privados de oír el nombre del Señor Jesús. Todo esto está muy bien; Dios me libre de decir una palabra en contra. Tened presente, empero, que será malo si con ello os contentáis. Nada de esto logrará vuestra admisión en el reino del cielo mientras falte el *****plimiento de la condición de que habéis de nacer otra vez. Por más que os revistáis del bello ropaje de la piedad, ceñidas las sienes con la diadema de la benevolencia, los lomos con el cíngulo de la integridad, hombres de bien que recorréis la tierra, calzados de la constancia, no siendo la «carne» sino fruto de la «carne,» hayáis sido objeto de la operación del Espíritu, estáis delante de las puertas cerradas del cielo, porque no habéis nacido de nuevo.

Pero el indio aprende bien el idioma del país; cuida de expresarse correctamente: se amolda en todo a las ideas de la patria que quiere hacer suya; vuelve a solicitar que lo admitan, pero no lo consigue. Así sois algunos de vosotros; habláis exactamente como los cristianos; acaso exageráis, rayando vuestra piedad en beatería; habéis empezado a imitar tan exactamente vuestra idea del hombre piadoso que aun os excedéis un poco, y por la glosa misma conocemos la extralimitación. Para la mayoría, no obstante, pasáis por cristianos de cuño legitimo. Habiendo estudiado algunas biografías, referís anécdotas adornadas, relacionadas con vuestra experiencia religiosa, las sacáis de aquellas biografías; habiendo acompañado a los cristianos, adoptáis su lenguaje, con todo y su tonillo nasal quizá; de parte a parte cruzáis la escena con todo el aspecto de cristianos y sin fijarse muchísimo en vosotros nadie os conocería por lo que sois. Miembro de la iglesia, bautizado, participante de la Cena del Señor, tal vez diácono o anciano, pasas el cáliz consagrado; eres ciertamente todo lo que conviene que sea el cristiano, -excepto que no tienes corazón de cristiano. ¿Sois sepulcros blanqueados, todavía repletos de podredumbre, pero embellecidos por fuera? ¡Cuidado! entonces; ¡cuidado! Asombra lo mucho que puede el pintor acercarse a la expresión de la vida, dejando sin embargo, inmóvil, muerto, su lienzo, y asombra más lo próximo que puede estar el hombre a ser cristiano, quedando no obstante excluido del reino por exigirlo así la regla absoluta referente al nuevo nacimiento.

Notad en seguida la manera de obtener esta regeneración. Creo que no habrá presentes personas tan profundamente tontas que den crédito a la doctrina de la regeneración bautismal. A pesar de esto tengo que tocarla de paso. Hay quien enseña que mediante unas gotas de agua rociadas en la frente del párvulo, éste es regenerado. Concedámoslo. Pasados veinte años vamos a buscar estos regenerados. El púgil de las apuestas modernas es persona regenerada. ¡Oh! si; porque en su infancia lo bautizaron. ¡Abrazad y recibid al púgil vuestro hermano en el Señor! ¿Oís a aquel blasfemo vomitando juramentos? Os aseguro que es regenerado, y lo prueba el rociamiento de agua en su frente con las palabras sacramentales. ¡No cabe duda! ¿Veis al ebrio que va describiendo eses por la calle, azote de la vecindad, enemigo de todos, golpeador cuando no matador de su mujer e hijos? ¡Regenerado también! ¡ Preciosa regeneración! Fijaos en la turba que llena las calles. La horca está lista. En ella va a morir un hombre cuya maldad merece no ser olvidada en mil siglos. ¡Otro regenerado! ¿No lo bautizaron en la infancia? Regenerado que está componiendo su estricnina. Regenerado que administra el veneno lento que causará no sólo la muerte sino dolores terribles cada vez que lo administra. Regeneración como ésta, ¿para qué la quieren? Si tal cosa nos proporciona el reino celestial, en verdad que el evangelio es doctrina licenciosa. ¿Qué diremos a su favor? Si efectivamente dijera el evangelio que semejantes criminales son regenerados y que se salvan, afirmaríamos que todos estamos obligados sin excusa a desterrar tal evangelio por inmoral y diabólico.

Los que todavía creen que al bautismo se acompaña la regeneración, acuérdense de Simón Mago, bautizado al profesar su fe. Lejos de estar regenerado, se hallaba según Pedro apóstol, en la hiel de amargura y en prisión de iniquidad. Sólo han menester los sensatos escuchar tal doctrina para rechazarla al momento. Los amantes de una religión de filigrana, toda adornos y oropel, podrán preferir esta idea de la regeneración, porque cultivan el gusto a expensas del seso, olvidando que cosas inadmisibles para el buen juicio del hombre tienen que serlo también como doctrina de Dios.

Afirmamos en seguida, que no es regenerado el hombre mediante sus propios esfuerzos. Podrá reformarse notablemente; bien hecho; hacerlo todos. Arrojará de si muchos vicios, muchas concupiscencias que se permitía, pero no hay quien pueda por su propio acto nacer en Dios. Por más que luche, no lleva a cabo lo que no está en su poder. Todavía que pudiera nacer de nuevo por acto propio, no irla al cielo, porque habría violado una de las condiciones, la de nacer del Espíritu, sin la cual no puede ver el reino de Dios. No alcanzan los esfuerzos de la carne, la altura del nuevo nacimiento por obra del Espíritu del Señor.

En esto consiste la regeneración: De una manera sobrenatural, no natural, sino superior a lo natural, obra Dios, el Santo Espíritu, en los corazones o voluntades, y aquellos en quienes se verifica esto, resultan regenerados. No pueden serlo de otra manera. Sin que opere Dios, el Santo Espíritu, «el que en vosotros obra, así el querer como el hacer,» dando nueva voluntad y conciencia, es absolutamente imposible la regeneración, y de consiguiente la salvación. ¿Decís, se me pregunta, que Dios mismo interviene regenerando para salvar? Sin duda alguna; cuando se salva alguno, ha habido ejercicio efectivo del poder divino que vivifica al muerto pecador, que dispone al pecador indispuesto, que ablanda la conciencia endurecida del pecador de quien se desespera, que trae a quien desechaba y menospreciaba a Dios, a Cristo, a los pies del Salvador menospreciado. Si a esta doctrina la llaman fanatismo, no lo podemos remediar; es bíblica: con esto nos basta. «El que no naciere del Espíritu no puede ver el reino de Dios; lo que ha nacido de la carne, carne es: lo que ha nacido del Espíritu, es Espíritu.» ¿No te gusta? Averígualo con mi Maestro, no conmigo; yo sencillamente manifiesto lo que él ha revelado a saber, que en tu corazón ha de haber algo que jamás podrás tú solo producir. A esta divina operación llámala milagrosa, si gustas; no andas muy errado. Intervención, operación, influencia divinas ha de haber; de otra manera perecerás sin remedio, porque de no nacer otra vez, no puede nadie ver el reino de Dios. Radical es el cambio; nueva naturaleza nos da; lo que aborrecíamos nos hace amar; lo que amábamos nos hace aborrecer; nuevo camino nos pone delante; hace otras nuestras costumbres y pensamientos; en lo privado y en lo público somos otros. Así es como, estando en Cristo ya, se *****ple aquello de: «Si alguno es en Cristo, nueva criatura es; lo viejo se pasó ya: ved que todo se ha renovado.»

II. ¿Habré explicado la regeneración, de manera que se sepa qué es? Ojalá: En seguida ¿qué significa ver el reino de Dios? Dos cosas: Ver el reino de Dios en la tierra, es pertenecer en calidad de miembro a la iglesia mística, o sea, disfrutar de la libertad y privilegios del hijo de Dios. Significa tener eficacia en la oración, comunión con Cristo, con el Espíritu Santo, dar todos los frutos bienaventurados y gozosos de la regeneración. En sentido más elevado, equivale a ser admitido en el cielo. De no nacer otra vez, nada se sabe de lo celeste en la tierra, nada se disfruta de los bienes de la eternidad celestial; nada se ve del reino de los cielos.

III. Omitiendo los comentarios sobre lo segundo, veamos en tercer lugar, por qué no puede verse el reino de Dios sin nacer de nuevo. Hablaré ahora sólo del reino en el mundo venidero. Pues, no lo puede ver porque en el cielo estaría fuera de lugar. Quien no hubiere vuelto a nacer, no podría gozar en el cielo. En su misma naturaleza hay lo que le impide disfrutar cosa alguna de la dicha celestial. Creéis, quizá, que consiste el cielo en aquellos muros de jaspe, puertas de perla, y calles de oro, pero no es así; aquellos sólo son la morada celestial. El cielo es estado Que aquí mismo se forma, en el corazón. Lo forma el Espíritu de Dios en nosotros, renovándonos, regenerándonos, sin lo cual, ningún goce podemos conocer de los celestiales. Es una imposibilidad evidente que un cerdo pronuncie un discurso astronómico, o que un caracol fabrique una ciudad, pues tan imposible es así que el pecador sin más enmienda goce el cielo. Nada hay allí que él pueda gozar; aunque pudiese entrar, seria desdichado. Clamaría:

¡Dejadme salir! ¡Oh!, dejadme salir de este lugar de penas.

Díganlo los presentes. Se os hace largo el sermón; halláis monótono y desabrido el entonar los cánticos de alabanza, muy cansado el concurrir sin falta al culto. ¿Qué haréis en donde alaban al Señor día y noche? Si tanto os fatiga un breve discurso, ¿qué os parecerán las pláticas eternas de los redimidos acerca del amor maravilloso que nos redimió? Si la compañía del justo os molesta, ¿cómo soportaréis su presencia siglo sin fin? Creo que muchos, confesaréis sin dificultad, que muy poca gracia os hace el salmear, y en general, las cosas del espíritu; una botella de vino y un asiento cómodo; ved el cielo que preferiríais. Cielo tal, aún no se ha creado: luego para vosotros no lo hay. El único cielo que hay es el de los espirituales, el de los loores; el del refrigerio en Dios, el de aceptación en el amado, el de la comunión con el Señor. No comprendiendo vosotros un ápice de todo esto, aun el poseerlo no seria gozarlo, y no tenéis las capacidades indispensables para esto ni aquello. El mero hecho de no haber nacido de nuevo, os constituye barrera infranqueable del cielo para vosotros mismos, y si Dios os abriese de par en par las puertas de la gloria, diciéndoos, pasad, esto no seria de provecho verdadero. No es crueldad decir que el sordo no oye el canto, ni que os cierra las puertas aquella vuestra propia incapacidad de entrar, como os lo dice el Señor.

Todavía más fuerte que ésta hay otra razón, a saber, que el mismo Señor ha dicho, «El que no naciere otra vez no puede ver el reino de Dios.» ¿Podréis luchar con el Omnipotente? ¿Vencer al Altísimo? Gusano del polvo, ¿desafías a tu Hacedor? Insecto efímero que tiemblas sacudido por los rayos que en el cenit alumbraban el firmamento, ¿te atreverás con Dios? Ha sellado la puerta y no se pasa. Ha dicho el Dios de la justicia, «No dará el premio del justo al impío. No dejaré que manchen mi Paraíso bello, santo, los hombres impíos y perversos.» Conviértanse, y tendrá de ellos misericordia; de lo contrario, vivo yo, que los despedazaré y no habrá quien salve.» Dime, pecador, ¿pretendes guerrear con Jehová? En la cuerda del arco está la flecha que traspasará tu corazón; amaga tu garganta la espada reluciente; no, tiesto; pelea con otros tiestos; ve, langosta rastrera; pelea con tus compañeras; ármales pleito, pero no vengas contra el Omnipotente. Lo dijo, y no irás al cielo sin que hayas nacido de nuevo. Conmigo no pleités; sólo he dado el recado de mi amo. Ahí está; desmentidlo si os atrevéis, y si no osáis tanto, no os desatéis contra mi, porque es mensaje divino, y hablo por amor de vuestras almas, por temor de que perezcáis en las tinieblas. caminando ciego a la perdición eterna por carecer de lo indispensable para vuestra salud.

IV. Finalmente, amigos míos, BREVEMENTE OS EXHORTARE. Oigo decir a fulano:

-¡Bien! Muy bien; ya lo comprendí, y espero nacer de nuevo así que me haya muerto.

Créame usted, señor; se sacará lo que el insensato. Muertos ya, es fijo nuestro estado. Fija la condición eterna, es imposible la enmienda. La vida es como la cera blanda, lacre que estampa la muerte; enfriase y no puede ser mudada jamás. «Vivientes aun, sois como metal que fluye del crisol al molde; la muerte os solidifica en el molde; en la figura que fuisteis vaciados quedaréis eternamente. Sentencia de los finados. «El que es injusto, injusto todavía; el que es sucio, sucio todavía; el que es justo, justificado todavía; el que es santo, santificado todavía.» Los condenados son para siempre perdidos; no pueden nacer de nuevo; malditos, siempre maldicen; burlados, prosiguen burlando rebeldes siempre, siempre torturados; muertos, incapaces de la regeneración.

-Pues bien, dice otro, cuidaré de regenerarme antes de morir. Insensato quien lo dijere, sea quien fuere. ¿Cómo sabes que vas a vivir? ¿Contratas acaso tu vida, como lo haces con tu casa? Tienes acaso asegurado el aliento de tus narices? ¿Podrás estar cierto que herirá tus ojos otro rayo de luz? ¿Quién te dice que de la fúnebre marcha hasta la tumba que está batiendo tu corazón no está para sonar la nota postrera dejándote exánime ahí donde te encuentras? ¡Hombre! Si de hierro fuesen tus huesos, y de bronce cada tendón, de acero tus pulmones, «Viviré» podréis decir. Pero de polvo eres formado; flor del campo eres; hoy mismo puedes morir. ¡Mira Enfrente veo la muerte, con la afiladera del tiempo prepara su guadaña, aquella guadaña con que hoy mismo alcanzará a algunos; ¡ahí va! y segando él caéis uno por uno. No podéis ni debéis vivir. Arrebátanos la inundación de Dios cual naves un remolino, cual troncos una corriente, Y la catarata delante. ¡Parar no es posible; nos morimos, y decis que regenerados habías de estar, que tarde quizá será si no lo dejáis para mañana. Mañana podéis estar en el infierno, sellado para siempre por el hado adamantino, al que jamás podréis conmover.

-¡Sea. dice otro; no me hace mucha fuerza, porque no se me hace gran cosa quedarme fuera del paraíso. Porque no lo comprendes, amigo mío. Ahora te mueve a la sonrisa, pero día vendrá en que, blanda tu conciencia, potente tu memoria, iluminado tu juicio lo pensarás de muy otra manera de lo que ahora piensas. En el infierno los pecadores no son tan insensatos como lo fueron en la tierra. Allí no se burlan de las llamas eternas, ni del fuego inextinguible objeto de su menosprecio. El gusano que nunca muere, royendo destierra hilaridad y chanza; hoy a Dios puedes menospreciar, y a mi a causa de lo que digo; pero la muerte te hará cambiar de tono. Despréciame a mi en hora buena, lo que te ruego es que a ti no te desprecies. No tengas la temeridad de ir chiflando al infierno, porque llegando te convencerás de cuán diferente es de lo que se te figura. Los que vinisteis a oír mi predicación como quien va a divertirse a la ópera o al teatro, me lavo las manos los de vuestra sangre. No os condenaréis porque yo os advertí; ya os lo declaré, y volveré otra y otra vez a deciros que si no os arrepentís, todos pereceréis de igual manera. Vine resuelto a decir cosas fuertes, ya que hay que decirlas; a hablar contra los hombres al tiempo de hablar también por ellos, porque lo que en vuestra contra estamos diciendo, en realidad es para vuestro bien. Cuando más os amonestamos para que no perezcáis. ¿Qué oigo? Dice aquel señor que no entiende el misterio y que querría que se lo explicase. ¡Insensato! ¿Veis aquella lumbre? Asustados despertamos; corriendo subamos la escalera; hay tropel en la calle; trabajan los bomberos; ¿qué? ¿Hay gente allá arriba? SI; un hombre que a poco no podrá bajar a tiempo. Le gritan, pero no se asoma; traen escalera; monta uno y quiebra la vidriera. ¿Qué hace el hombre mientras? ¿Será paralítico? ¿Qué le impide venir? Ardiendo todo, sabe que no hay más salida que aquella escalera. ¿Lo creeréis? Está sentado, preguntándose cuál seria el origen misterioso de aquel incendio. ¿Os reís de él? Pues de vos mismo os estáis riendo. Respuesta queréis de éste y de aquel problema estando vuestra alma en peligro de la muerte eterna. ¡Ha! Cuando estés salvo será tiempo de resolver esos problemas; más estando en casa que arde, y peligrando la vida, no es tiempo de devanarse los sesos con el libre albedrío, el destino fijo, ni la predestinación absoluta. Problemas son éstos para los salvos; al ver el ya desembarcado la causa de la tempestad: vuestro asunto urgente ahora es saber cómo os habéis de salvar; preguntad, ¿cómo escaparé de la condenación tan grande que me espera?

Una palabra más; ser arrojado del cielo será cosa horrenda. Tenéis quizá padres y otros amados que allí están, que tomándoos la mano cuando expiraron, se despidieron diciendo que allí os volveríais a ver. Mas no ver nunca el reino de los cielos, será no volverlos nunca a ver a ellos. «En su tumba duerme mi madre,» dirá uno, «y voy de vez en cuando a dejar una flor en memoria de la que me dio el ser, y ¿no la volveré a ver? ¡Jamás!, a no ser que os regeneréis. Madres, pequeñitos habréis tenido que al cielo volaron. Toda vuestra familia allí tal vez, ¡cómo la quisiérais ver! Jamás, empero, volveréis a ver vuestros hijos a menos que volváis a nacer. ¿Preferís despediros de una vez de lo inmortal? ¿Alejaros de un momento a otro de vuestros amigos glorificados que en el paraíso están? Fuerza es que así lo hagáis, o que os convirtáis. Correr a Cristo, confiar en él, conseguir del Espíritu el nuevo ser, esto tenéis que hacer, y si no, mirando al cielo, diréis, «Coro de bienaventurados, jamás os oiré cantar; padres míos, guardas de mi infancia, amor os tengo, pero entre vosotros y yo hay una sima enorme; ¡salvos vosotros y yo réprobo!»

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