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LA FE QUE DESPIERTA LA SIMPATÌA DIVINA

Él no pudo privarse de las emociones que le son tan comunes al ser humano. En todo, él fue un hombre en el más completo sentido de la palabra, pero sin pecado (He. 4:15) En el presente pasaje le vemos maravillarse de la fe de un hombre que, por su condición de militar romano, debería tener una mente pragmática, sin interés por los asuntos religiosos de los judíos. Sin embargo, la fe de este centurión produjo en Jesús un gran sentido de asombro. Tal fue su admiración que hasta llegó a denunciar la incredulidad de su propio pueblo, al decir: “Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe” v. 9ª. Es triste pensar que fue la fe de un pagano, y no un judío, la que arrancó semejantes elogios por parte de Jesús. Y cada vez que se hable de esta historia, habrá que usarla como un vivo ejemplo del tipo de fe que Dios anhela ver en todos los que nos llamamos sus seguidores. Porque la fe seguirá siendo el asunto que más debe crecer en la vida espiritual, pues sin ella “es imposible agradar a Dios” (He 11:6) Nuestra fe puede, o maravillar a Dios como la de este centurión, o maravillarlo por la incredulidad. Necesitamos despertar la simpatía divina en el uso continuo de nuestra fe. Consideremos este ejemplo para que nuestra fe crezca todos los días. Descubramos la fe que arranca los aplausos divinos. Descubramos la fe que mueve los pasos del Salvador eterno.

ORACIÓN DE TRANSICIÓN: ¿Cómo esa la fe que despierta la simpatía divina?

I. ES UNA FE HUMILDE v. 3

1. Se evidencia por la posición del centurión. El hombre de esa historia no era alguien común y corriente. Un centurión fue como la columbra vertebral del ejército romano. Tenía bajo su dirección a cien soldados, de allí su nombre de centurión. Era un hombre acostumbrado a dar órdenes, y no tanto a recibir favores. Su posición fue de comandar y dirigir. Pero aquí le vemos “bajando su rango” para acercarse a Jesús. De alguna manera Jesús despertó en él un tipo de fe que le hizo olvidarse de su posición y buscar ayuda. La fe de este hombre nos indica que la posición social, intelectual o económica que se tenga, no debiera ser obstáculo para venir a Jesús. Nos dice que es la fe humilde, sin arrogancia ni orgullo, la que mueve el corazón divino, porque “ al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17b)
2. Se evidencia por el ruego que hace al pedir la ayuda de Jesús v.3. El centurión tenía cierto pálpito que Jesús no volvería a pasar por aquel lugar, y con ello se perdería la oportunidad de ver sano a su sirviente. Hubo en él un sentido de apremio; o lo hace ahora, o después será muy tarde. La fe debe tener la característica del ruego como lo hizo este hombre. Cuando pensamos que Dios tiene que actuar en nosotros como si Él fuera el sirviente y no el Señor, descubrimos que no hay respuestas a nuestras solicitudes. La fe humilde se expresa en un ruego continuo, pero lleno de esperanza. Jesús nunca defraudará esa clase de fe. El siempre acudirá a aquel ruego que solicite su ayuda. Nunca estará tan ocupado para no atendernos.
3. Se evidencia por su sentido de indignidad delante del Señor v.6b. Esta es una historia asombrosa. El hombre que podía haberse sentido con ciertos derechos, debido a su posición social para invitar a Jesús a venir a su casa como lo hicieron otros tantos, dice que él no es digno que Jesús entre bajo su techo. A estas alturas tenemos que reconocer que en este hombre había un corazón preparado para algo grande. Cuando Jesús oyó a esos otros hombres hablar lo que dijo el centurión, tuvo que haberse quedado sorprendido. Note que utilizó dos grupos intermediarios para ir hacia Jesús. El no se sintió digno de acercarse personalmente a Jesús. Este es el tipo de actitud que no puede quedarse sin respuesta de parte de Dios. Esta es la fe que levanta el gozo celestial.

II. UNA FE COMPASIVA v. 2
Si un centurión era alguien destacado en la sociedad romana, un esclavo era la persona menos insignificante en cualquier nivel social que se viviera. Un esclavo era una herramienta de trabajo que podía ser desechada, si ya no servían para nada a causa de la edad o alguna enfermedad. Ellos perdían todos sus derechos, y sólo su amo podía decidir su destino. Sin embargo, aquí tenemos a soldado romano amando y cuidando de su esclavo. Note el énfasis que hace Lucas al destacar la enfermedad del esclavo y la estimación de su amo, cuando dice: “…a quien éste quería mucho”. La enfermedad de alguien muy amado es un asunto que nos mueve a la compasión. Se nos conmueve el corazón hasta llenarse de impotencia, cuando sabemos de las posibles consecuencias de una enfermedad en la vida de algún que significa mucho para nosotros. No sabemos cuál era la enfermedad que padecía el siervo, pero si se nos dice que “estaba a punto de morir”v.2 Una fe compasiva es aquella que se preocupa por la necesidad de otro. Asistimos a un mundo donde la indeferencia hacia el problema ajeno es su nota distintiva. Nuestra sociedad automatizada y mecanizada está creando seres insensibles hacia las necesidades de otros. Y este asunto, en no pocas ocasiones, está llegando al seno de la iglesia. ¿No nos parece extraño que Jesús no haya encontrado una fe suficiente en quienes eran los primeros testigos de las maravillas divinas? ¿No tenía que ser su pueblo el primero en creer que Jesús fue el Mesías prometido por las señales tan contundente que tenían delante de ellos? ¿Por qué fue en un gentil y no uno de su pueblo en quien Jesús se maravillara por una fe que era movida por la compasión de otro? Santiago fue el que habló de una fe práctica. Como alguien que conoció el carácter de Jesús, y su amor por todos los necesitados, desafió a sus destinatarios a evaluar el tipo de fe que estaban teniendo hacia los demás. Sus palabras golpearían la insensibilidad de los que profesaban una fe si obras, cuando dijo: «Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá su fe salvarle?» (Stg. 2:14) La fe necesita ser demostrada. Si bien es cierto que no somos salvos por las obras (Ef. 2:8, 9), pero una fe que no tenga el toque de la compasión por otros, es una «fe muerta» como decía Santiago.

III. UNA FE EN ACCIÓN v. 6
No hay tal cosa como una fe ciega. La fe para que sea real y logre su propósito debe fundarse en un oír correcto. El hombre de esta historia era un pagano. Él, por su propia cultura romana, tuvo que estar familiarizado con otros dioses. Para los romanos, el propio emperador era un dios. Pero este centurión se dio cuenta que sus dioses no hablaban, ni oían, ni veían y no tenían poder. Él oyó de Jesús, y su poder para sanar. Le oyó, y se dio a la tarea de propiciar un encuentro con él, la única persona que podía compadecerse de la situación de su sirviente Sus oídos fueron afinados. Se enteró que Jesús de Nazaret venía a la ciudad donde él era amado y respetado por los judíos. Aquel era el gran momento para actuar. Porque la fe que espera una respuesta tiene que oír a Jesús. Estamos acostumbrados a oír muchas cosas, pero no siempre oímos a Jesús. Con frecuencia oímos más el consejo del amigo, y dejamos a Jesús esperando para que le traigamos aquello que más nos aflige. La actitud del centurión nos da una gran lección sobre cuál debiera ser el camino que sigue la fe. Tomando en cuenta que él era un militar, diestro en organizar a la gente para lograr los objetivos, envía dos grupos de personas para que vayan al encuentro de Jesús. Su fe no se quedó en el deseo, ni permaneció en un estado contemplativo para ver si sucedía algo. Su fe tomó las previsiones del caso; lo demás se lo dejó al Señor. Esto nos indica que la participación de Jesús en alguna necesidad de nuestras vidas, espera por una acción de nuestra parte. Con frecuencia la gente piensa que, por cuanto Dios es todopoderoso, él tiene que hacer las cosas que nosotros esperamos o que nosotros le ordenamos. Quisiéramos ver que sucedan cosas, pero no siempre hay una fe que mueva la mano de Dios. Dios abrió el mar rojo, de modo que Israel pasara en seco, pero Moisés tuvo que extender la vara. Jesús alimentó una multitud de más de cinco mil personas, pero alguien le trajo los cinco panes y los dos peces. En la vida cristiana debiéramos tener la fe como la de este militar, siempre en acción. Tal fe no puede ser quebrantada. Jesús no se detendrá para ir al encuentro del hombre o mujer en viva esa fe.


IV. UNA FE EN LA PALABRA HABLADA v.7


Esta última parte del relato es la que más impresiona de la fe de este soldado. Por la riqueza y el impacto de su contenido, vale la pena analizar cada una de las declaraciones.
1 La importancia que tiene la palabra para nuestra fe. El centurión le mandó a decir a Jesús que no se molestara en ir a su casa, él no era digno de recibir a tan distinguido huésped. Le bastaba que dijera la palabra para que su siervo sanadra. Un militar por su formación y disciplina cree en la palabra de sus superiores. Ellos están sujetos a la palabra por la obediencia. Para el centurión de nuestra historia, el poder de Jesús no solo estaba en su presencia corporal, sino en Su Palabra. La fe en lo que la palabra dice es el asunto que más despierta la admiración del cielo. Fe es creer en lo que la Palabra de Dios declara y confiar en ella solamente para lograr lo que dice.
2.La suficiencia que hay en la palabra para nuestra fe. La Palabra de Dios sólo es suficiente; y la fe que depende de esa palabra, llega a ser también suficiente. «Di la palabra» v.7, eso es todo. No hay aquí dudas, preguntas, quejas o incredulidad. Aun cuando Jesús le ofrece ir a su casa, éste le contesta que solo tiene que decir la palabra. Para él Jesús tenía un poder todopoderoso. Si no creemos que en Jesús tenemos todo, será difícil que venga la sanidad que esperamos. La Palabra del Señor es suficiente para todo verdadero creyente. El poder de Cristo para sanar no estaba limitado en la mente de este hombre. Supo que para él no había nada imposible. Mejor demostración de fe en el Señor no pudo hallarse. ¡Oh, si nuestra fe pudiera levantar la admiración del cielo!
3. La autoridad que tiene la palabra para nuestra fe. El centurión era un hombre que entendía el valor de la autoridad. En palabras muy precisas, presentó la línea que hacía honor a su vestimenta y rango v.8. Sin embargo, consideró que la autoridad de Jesús y su palabra estaba por encima de la que él mismo poseía. Él entendió que Jesucristo era más que un simple hombre; algo le indicó que Jesús también era Dios. Si bien él representaba un rango dentro de la milicia romana; veía a Jesús como el Comandante en jefe de los cielos y la tierra, el glorioso y omnipotente Señor de señores y Rey de reyes. Nuestra fe tiene que estar sostenida por el principio que no hay otra autoridad más grande que la palabra revelada en Jesucristo. Por eso decimos que ella es «nuestra única regla de fe y práctica». Cuando ejercitamos nuestra fe en esa palabra, los resultados son asombrosos. Mucha gente está poniendo su fe en su propia fe; eso es, en la declaración de sus propias palabras. La fe que despierta la simpatía divina no puede ser la que se basa en lo que yo creo o siento. Debe ser, más bien, en el «ha sido dicho Señor». «Di la palabra», eso debe bastarnos a todos.


CONCLUSIÓN: La Biblia registra dos momentos particulares cuando Jesús se maravilló, y ambos tuvieron que ver con la fe de las personas. En la presente historia tenemos a un Jesús asombro por la abundancia de fe que en encontró en el menos indicado para ello. La otra fue cuando estuvo en Nazaret, su ciudad de crecimiento. Se nos dice que allí él no pudo hacer muchos milagros por la falta de fe de los habitantes. El evangelista Marcos acota lo siguiente: “Y estaba asombrado de la incredulidad de ellos” (Mr. 6:6). Así, pues, a Jesús le puede asombrar la mucha fe o la ausencia de la misma. De alguna manera los discípulos conocieron este «asombro» de su Maestro, pues les llevó a pedirle que les aumentara su fe (Lc. 17:5) No le pidieron que le aumentara su poder, su sabiduría, su protección o sus bienes materiales, sino que le que les “aumentara la fe”. Porque una vida llena de fe en el Señor hará cosas asombrosas. ¿Qué clase de fe tenemos? ¿Qué produce nuestra fe en el corazón de Dios? ¿Es nuestra fe, por lo menos, del tamaño de un «grano de mostaza?»